4. La pausa

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Cuando Laila abrió los ojos, estaba una vez más en el mar

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Cuando Laila abrió los ojos, estaba una vez más en el mar. Sol la contemplaba en silencio, con la mirada perdida en algún punto del abismo que las separaba. A su alrededor, el agua parecía eterna en su inmensidad.

Su hermana juntó las manos frente a sus labios y murmuró. En los días que llevaban viéndose, Laila no había conseguido descifrar qué decía, tampoco veía importante preguntarlo. Sol pasaba días en el mar sin verla y nunca hablaba de lo que vivía cuando no navegaban, pero algo en sus palabras hacía pensar que sabía demasiado sobre lo que pasaba bajo la superficie. Un hilo de agua se deslizó por la comisura de su boca mientras susurraba y acabó entre sus dedos. Sol se acercó al borde del bote y lo dejó caer.

Ninguna de las dos se acostumbraba a liberar un alma. El silencio que las rodeaba mientras los restos del sueño aún no desaparecían de sus mentes era aterrador. Una parte de Luz seguía en ellas y desaparecía a medida que su alma se fundía con el mar en una masa uniforme en la que perdía identidad. Los que morían acababan por perderse en la inmensidad del océano.

—No quiero saber cómo se va a sentir cuando se despierte —dijo Sol. No alejaba la vista del punto en el que había caído el alma de la nena.

Laila inhaló el aire helado del atardecer. Se preguntó si la noche llegaba en algún momento, si alguna vez salía el sol. Todo lo que veía era gris, tan gris que conseguía sumirla en una quietud incómoda.

—Menos mal que no nos toca ver eso.

—Sabía que era un sueño —repitió—. Sabía que era una visita. —Inclinó la cabeza hacia ella—. ¿Vos soñaste con el abuelo cuando murió?

Laila dejó caer los hombros. No había pensado en aquella noche durante años y la sola mención del hombre hizo que el recuerdo floreciera. Puede que fuera obra de estar en el mar, también.

—Lo vi una vez —dijo en voz baja.

En su sueño, su abuelo masticaba tabaco sentado sobre una piedra negra. Frente a ellos se extendía un acantilado y las olas embravecidas rompían con furia contra la base.

—¿Dónde estamos? —le preguntó él.

—En ningún lado, nono. Esto no existe.

Laila tenía un aro en la lengua. No una perforación, solo un aro de metal con el que jugaba. Cuando su abuelo escupió el tabaco, ella hizo lo mismo con el aro.

—Si está en vos, existe —le aseguró, y se acostó sobre la piedra—. No me despertés, nena.

Laila sonrió y se acostó también, sin dejar de mirarlo. Una lágrima cayó directa al suelo.

—Prometo que te voy a dejar dormir.

Ese día, cuando despertó y sintió la ausencia como una punzada en el corazón, fue a una casa de piercings a perforarse con el septum que mordía en el sueño.

El mar donde sueñan los que mueren [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora