Laila y Mateo no se toleran, pero una muerte les hará ver que sus vidas giran en torno a la culpa y que tienen más cosas en común de lo que creen.
**
La...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Sus dedos apenas podían sostener el cigarrillo mientras esperaba que Abel terminara su horario en el kiosco. Llevaba días evitando hablar con Sol de lo que las había orillado de nuevo al mar, interrumpiendo el sueño, y no se veía capaz de admitir que había algo a lo que era incapaz de enfrentarse. Su hermana no sabía de sus promesas, Laila no se las había mencionado cuando tuvo la oportunidad de decidir si estaba dispuesta a sacrificar su descanso para pasar más tiempo con ella.
Llevaba días intentando no pasar demasiado tiempo sola para evitar pensar en el ácido que se había manifestado tanto en su realidad como en un sueño y que no parecía tener relación alguna con Sol. Tuvo miedo en el bar, tuvo miedo en la ilusión. Miedo de perder el contacto con su hermana, miedo de revivir la culpa que sintió aquella primera noche. El miedo visceral era más real que sus días y sus noches, más real que los sueños ajenos y los retazos de sus pesadillas.
«Vos nunca tenés miedo».
¿Cuántas promesas escondía de Sol y cuántas mentiras estaba dispuesta a mantener para no quebrar la imagen de hermana fuerte y valiente que le había llevado una vida formar?
¿Cuánto miedo era capaz de sentir antes de hacerla parte de su vulnerabilidad?
La mano de Abel se interpuso en su campo visual y Laila parpadeó. No supo en qué momento sus ojos se habían humedecido ni cuánto tiempo había pasado esperando.
—Ahora sí, ¿a dónde vamos? —le preguntó. Sonreía igual que la última vez que se vieron: con una timidez que no se correspondía con sus palabras.
—¿Y si comemos unas hamburguesas por ahí? —Apagó el cigarrillo contra la pared y lo dejó en un canasto de basura.
Abel arqueó una ceja y ensanchó la sonrisa.
—Casi como si supieras que no comí nada en toda la tarde.
—Somos dos —contestó ella mientras separaba la espalda de la pared y lo invitaba a caminar a su lado.
Abel llevaba el pelo suelto y los rulos bien definidos. El rojo natural se teñía de negro hacia las puntas y Laila se tentó de tocarlo para descubrir si era tan suave como prometía. Empezaba a creer que su necesidad de contacto iba más allá de los límites permitidos.
La frescura de la noche los envolvía y Laila se permitió suspirar por lo bajo, refugiada en la idea de que ese día tampoco había sido lo bastante malo como para atraer pesadillas. Las estrellas brillaban tan frías como sus manos y las calles comenzaban a vaciarse de peatones, regalándoles algo de privacidad.
—No esperaba que me escribieras ayer —le confesó él—. No porque creyera que ibas a esperar que yo te buscara, pero pensé que no querías saber nada conmigo.
—¿Por qué no querría?
—Dijiste que tenías una suerte de mierda, ¿no? Yo también. Contaba con que no aparecieras más.