36. La soledad de los que viven

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Los dedos de Mateo se movían frenéticos dentro de sus bolsillos

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Los dedos de Mateo se movían frenéticos dentro de sus bolsillos. Si tuviera un cigarrillo a mano, habría parado un minuto a relajarse y dejar que su amigo controlara la situación. Ni siquiera sabía por qué tenía que estar él ahí. Pero, mientras avanzaba, la ansiedad de pensar que podía tener relación con el estado de Laila conseguía que no pudiera seguir otro camino que no fuera el que lo llevaba directo hacia ella, como si un hilo tenso tirara entre los dos.

Caminaba sin ser consciente de sus pisadas cansadas, de cómo era ella el destino de sus pasos. Caminaba sin notar que respiraba, sin percatarse del frío que se le pegaba a la garganta. Sin sentir. Lo único que se mantenía como una realidad palpable, tangible, era el miedo que lo obligaba a fijar la mirada en la sombra de Luciano, en las chicas que se mantenían a unos metros de él, en la iluminación de esa esquina en particular. En el semáforo que parpadeaba en amarillo y él sentía como una alerta.

—Mecha está desesperada —decía Luciano. Estaba lo bastante cerca para entender sus palabras—. ¿No me querés contar qué pasó? —Un suspiro cansado, casi de hastío—. Estabas bien, te fuiste de casa bien. ¿Qué pasó para que hicieras esto? ¿Hablaste con Lu?

La única respuesta era el silencio. El ruido de la calle, si se quería, pero de la figura que descansaba sobre el marco de una ventana, solo silencio.

Una de las chicas dirigió la mirada hacia Mateo y él le hizo una seña con la cabeza. Las tres mantenían los brazos cruzados, una distancia prudente y una expresión preocupada que parecía llevar minutos instaurada en el grupo. Cuando la chica se acercó, él mantuvo su voz en un susurro calmo, ajeno al temor que lo invadía. A su derecha, a unos metros, Laila le daba la espalda.

—Yo hablé con una de ustedes —explicó—. ¿Qué pasó? ¿Cómo está?

La chica asintió. Imitó su tono para responder.

—Estábamos en el boliche, fuimos al baño y la vimos sentada en el piso. Pensamos que le habían hecho algo. Sabemos que tomó alcohol por el aliento, intentó mezclar con pastillas, pero pudo vomitar. —Por cómo hablaba, más centrada en cómo él percibía sus palabras que en formularlas, Mateo dedujo que no era la primera vez que tenía que asumir ese rol—. La sacamos del boliche, le hicimos tomar líquido...

—¿Por qué no la llevaron al hospital?

—No tiene signos de intoxicación, no perdió la conciencia en ningún momento y está lúcida. —Ante la mirada confundida de Mateo, se vio obligada a aclarar—: Soy paramédica, reconozco una emergencia cuando la veo. —Señaló a sus amigas—. Una es médica residente, la otra es enfermera. El único fin de semana que tenemos libre las tres y miranos.

Mateo desvió la mirada hacia Laila mientras la desconocida detallaba cómo la habían asistido y en qué se basaban para resolver que tenían la situación bajo control. Sin embargo, él ya no escuchaba. Podía percibir cómo Laila apoyaba las rodillas en la ventana cerrada de un negocio de ropa y mantenía el torso alineado en la misma dirección. No podía ver su expresión ni distinguir sus manos en la oscuridad. Luciano estaba casi de rodillas a su lado, intentando conseguir una reacción.

El mar donde sueñan los que mueren [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora