32. Lo pactado y lo que necesita el alma

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Llevaba cuatro meses sin Sol y no conseguía entender cómo el día, de principio a fin, se había tratado de ella y no de su hermana

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Llevaba cuatro meses sin Sol y no conseguía entender cómo el día, de principio a fin, se había tratado de ella y no de su hermana. Una voz en su interior sugería que el motivo se debía a que ella era quien seguía viva, quien pertenecía a ese mundo, pero Laila ya había aceptado esa idea y la noción de que Sol había muerto —de verdad, para siempre— para su entorno ya no le molestaba. Pocas cosas le importaban después de su sueño con Mercedes.

Cuando murió su abuelo, Laila tardó meses en soñar con él. Durante el velorio, se sentó a un lado del cajón y le recordaba a cada persona que se acercaba alguna anécdota del hombre que le sacara una sonrisa. Sol se encargaba de que no faltara el café y que todos recibieran los abrazos que necesitaran. Laila se había propuesto que cada persona saliera de ahí con un recuerdo que les hiciera agradecer que su abuelo hubiera existido. Cuando murió Sol, Laila tenía tanto asco de sí misma —de no haberse bañado después de acostarse con alguien, de haber llegado al hospital con el corpiño todavía sin prender, de no recordar si el chico con el que estaba se llamaba Marco o Mario— que se excluyó en un rincón y pidió perdón.

No notó el auto estacionado frente a su casa hasta que levantó la mirada del suelo para ver si las luces estaban prendidas mientras buscaba las llaves. Dejó de sentir el frío que le perforaba la piel, apenas notó cuando se clavó las uñas en las palmas. No podía estar ahí. No cuando se cumplían meses de la muerte de Sol. Buscó las llaves intentando no hacer ruido y miró por la cerradura antes de introducirla. Lo hizo despacio, la giró con suavidad. Su interior imploraba no haber llegado tarde. Respiró despacio cuando la llave dio media vuelta. Acercó una oreja a la madera. Nada. Dio la última media vuelta y entró.

Lo primero que vio fue la figura de Mercedes sobre el sillón que Nicolás había ocupado unas horas antes. Sostenía una taza entre las manos y Laila se detuvo en el blanco de sus dedos, en la fuerza que hacían para disimular la tensión. Sus ojos brillaban con el dolor de un pasado que no conseguían dejar atrás. Terminó de abrir la puerta.

—¿Qué hacés acá? —le preguntó al hombre.

Gustavo hizo un esfuerzo para apartar la mirada de Mercedes y centrarse en su hija. Le regaló una sonrisa triste, cansada, y Laila pudo ver en sus ojos que el momento que acababa de interrumpir estaba lejos de su comprensión.

—Vine a hablar con vos. ¿Tenés unos minutos o preferís que vuelva mañana?

Separó los labios para discutir, pero alcanzó a ver que Mercedes negaba con un movimiento lento y suplicante. Laila cerró la puerta, dio un paso hacia ellos. Una voz en su interior, la que ella identificaba como una parte de Sol que la había acompañado durante toda su vida, le susurró que él también había perdido a alguien. Que los tres merecían terminar el día en paz.

—Quedamos en que no ibas a volver a entrar acá —mencionó.

Gustavo dejó la taza sobre la mesa y se puso de pie.

—Tenés razón, ese era el trato. Perdón, hija.

—Laila, no es momento para esto.

No lo era, pero ella sabía que no podía permitir que los límites se difuminaran y que la vida se les agrietara un poco más. Por su mamá, tenía que sacar a su papá de ahí cuanto antes. Abrió la puerta, le indicó a Gustavo que saliera.

El mar donde sueñan los que mueren [COMPLETA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora