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―¡Hey! ¿Ya te vas? ―preguntó Sebastián cuando agarré las llaves de mi coche

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―¡Hey! ¿Ya te vas? ―preguntó Sebastián cuando agarré las llaves de mi coche.

―Sí, fue un día agotador. Chicos, gracias por la cena ―Dando un saludo general me despedí de Daniela, la esposa de Sebastián, y de Trinidad y Valentín, su pareja amiga. Como era habitual yo quedaba como la quinta rueda.

Sebastián me acompañó hasta la puerta de su casa y me agradeció por haber ido. Nos entendíamos muy bien; éramos hombres de pocas palabras, pero grandes gestos; yo era el pediatra de sus dos hijas además de profesor de taekwondo en el gimnasio que había abierto cerca de mi consultorio.

Hicimos buenas migas desde el momento en que nos conocimos.

Él era un abogado penalista muy prestigioso de Capital, tenía su estudio junto a Valentín, su primo Leandro y un compañero de universidad de este último, Luis Grinberg, en plena zona de Recoleta y fue el que le dio su primer trabajo a mi hermana cuando su histórica secretaria se jubiló tras una molesta operación de vesícula.

Marisol estaba terminando sus estudios como veterinaria para ese entonces y compartíamos mi actual departamento en Palermo. Cuando se recibió y papá murió, a pocas semanas de diferencia, renunció como secretaria del estudio, se instaló definitivamente en nuestra casa familiar y consiguió empleo en una veterinaria, cerca de la estación de Martínez.

Que mi vida haya cambiado tanto en estos últimos tres años fue increíble. Pasé de estar a punto de casarme a estar solo como una ostra.

Siempre fui un tipo solitario, comprometido con el trabajo y de poco salir. Incluso, mientras estaba en pareja, solía pasar los sábados en casa mirando alguna película con un gran balde de pochoclos al lado de mi novia. Ocasionalmente, asistíamos a algún cumpleaños de un chico del trabajo o viejo amigo.

Sí, un aburrido total.

Cuando los planes de boda con Guadalupe se fueron al garete, mayor energía puse a mi profesión; me establecí en el consultorio privado y comencé a dar clases en el club de Sebastián.

Su esposa Dani me había metido la idea en la cabeza: enseñar taekwondo a niños. Fue una visionaria porque, de hecho, los adoraba y no en vano escogí mi especialización como pediatra.

Me gustaba arrullarlos, mecerlos en mis brazos, hacerles monerías y gorgojar. Hacerle ruiditos en la panza y pellizcar sus cachetes regordetes. Eran angelitos nobles, puros, sin maldad.

Me fui de la casa de mis amigos con la envidia de siempre; yo ansiaba esa conexión especial, esa familia unida que, en mi infancia, supimos tener mi hermana y yo.

Mamá había muerto joven, a causa de una neumonía que se complicó. Desde mis quince años, fuimos solo nosotros tres: mi hermana, papá y yo. Papá nunca volvió a formar pareja. No faltaba la vecina que le batía las pestañas buscando algo más que el simple arreglito en su enchufe, pero él fingía no notar su interés, ni siquiera la miraba como un viudo de cuarenta y cinco años. Crecí con el ejemplo de amor incondicional de mis padres y ahora, suspiraba por el de mis amigos.

"En lo profundo de mi alma" - (Completa)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora