Prólogo.

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Dolía. Cada extremidad de su cuerpo dolía. Su piel estaba erizada debido a que su cuerpo desnudo sólo estaba cubierto de las caderas hacia abajo, llevaba los brazos a sus pechos para intentar de alguna manera disminuir el escalofríos, o para evitar derrumbarse. La lágrima silenciosa resbalaba por su mejilla, pero evitó seguir llorando, eso podía hacerlo peor.

Algunas veces lo era, otras no. 

Sintió el peso del cuerpo de él hundirse en la cama y el miedo y rechazo inmediatamente la recorrió, pero se las arregló para no hacer ninguna reacción. Siempre era capaz de controlarse, había aprendido a hacerlo sólo para evitar que pudiese suceder algo más. Como ya había sido el caso.

La piel pálida que parecía le habían absorbido la vida estaba llena de moretones como de costumbre. Brazos, piernas, torso. Su rostro había permanecido intacto esta vez, sabía que era porque tendrían que asistir a una fiesta al día siguiente y él no se arriesgaría a hacerle algo que ella no pudiera tapar con el maquillaje. Podría usar mangas, pantalones, un cuello tortuga, pero jamás una máscara delante de todos sus compañeros. Al menos no una visible.

—Sabes que nunca quiero hacerte daño, ¿No es así? 

La voz retumbó en sus oídos mientras la abrazaba por la espalda, pegándola a su pecho. Ella tragó grueso y asintió levemente con la cabeza.

Si él no quisiera hacerle daño simplemente no lo haría. Pensó.

Pero como de costumbre, calló.

—Lo sé—agregó suavemente cuando fue capaz de hablar.

Besó su cabello y ella simplemente se mantuvo quieta. 

—Te amo, Avril. Eres mi vida, no sé qué haría sin ti—continuó con su típico monólogo—, tú y yo debemos estar juntos. 

Silencio.

—Ya me has perdonado, ¿No es así? Tuvimos este momento maravilloso.

Momento maravilloso. Así era como le llamaba a cuando la obligaba a tener sexo luego de golpearla hasta hacerla sangrar. 

Avril ya no se molestaba en luchar, ni batallar en esos casos, no servía de nada de todas maneras, sólo en que las cosas salieran aún peor. En cambio, fingía, fingía disfrutarlo, hacía las caras y sonidos que sabía le complacían para que no tuviera una razón más para enfadarse o acusarla de engañarlo.  

—Si, te he perdonado—respondió.

Hundiéndose cada vez más en el vacío.

AvrilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora