Prólogo

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Eran poco más de las seis, hacía una mañana fría y nebulosa, aún así a la niña le pareció que había en aquellas avenidas excesiva concurrencia.

Era una mañana esplendorosa de principios de septiembre.

La hermosa niña de, cabellos largos y ojos verdes como ventanas de catedrales, abrió la ventanilla y penetró en el auto la luz fría de por esas horas.

Suspiró.

-Me engañó... – expresó severamente la joven – al decirme que estaría conmigo para siempre.

Aún cuando quiso evitarlas; las lágrimas se las ingeniaron para alzar su triste voz.

Con el dorso de su mano procuró exterminarlas. Fue en vano. Era como si hubiesen arribado en una  alianza para salir todas al mismo tiempo.

Su padre la vio por el retrovisor.

Pasó la palanca a neutral.

La niña notó como el auto comenzó a desacelerar poco a poco. Hasta que finalmente se detuvo en una esquina prudente de la carretera.

Como si supiera lo que le iba a pedir su padre, con un poco de lucha, se mudó al asiento delantero. Primero pasó un pie por encima de la consola central del auto, luego el otro. Cayó sentada.

-Gracias – reconoció cuando su padre le extendió un clínex. Algo intimidada comenzó a frotar sus ojitos con aquel trozo de papel.

Mientras tanto el hombre de mandíbula fuerte y ancha, piel bronceada, brillante y saludable, de cara y cuerpo simétrico, repasaba mentalmente las palabras que le diría a su hija. Si bien era un buen profesor, con amplio conocimiento, una persona comunicativa además, hablar de ciertos temas con Ana, le resultaba la conferencia más difícil de su vida. En realidad, ser padre y viudo, no se le daba tan bien como se le daban los diferentes sistemas del cuerpo humano.

-Tesoro mío – comenzó diciendo – Tú mamá no te engañó, cuando te dijo que estaría contigo siempre, te hablaba con la verdad. Mira... – con sus manos aferró el rostro de la niña. Besó su frente. – Las personas que amamos no se van nunca, se quedan con nosotros, todo el día, todo el tiempo, en nuestra mente y en nuestro corazón y van donde vamos y vamos donde ellas van. Pero nunca mueren, viven siempre en nuestro recuerdo y en nuestro pensamiento.

La niña asintió no muy convencida y le echó los brazos al cuello a su padre.

-La extraño mucho.

El hombre cerró los ojos. No era de fácil llorar. La joven sí. Con una mano le acarició la espalda. Era una forma más de brindarle todo su apoyo sin necesidad de interrumpirla.

Luego de un rato Ana le besó la mejilla y se incorporó sobre el asiento. Leopoldo tomó otro clínex y personalmente le secó el rostro a su hija.

-Te amo, Ana – la aludida sonrió en respuesta – Y ahora es mejor que nos demos prisa, o si no llegaremos tarde al colegio. Y no querrás llegar tarde a tu primer día de clases ¿verdad? Como yo tampoco quiero llegar tarde a mi primer día de trabajo.

Le guiñó un ojo y se colocaron el cinturón de seguridad.

Antes de partir, la niña confió su corazón de adolescente, ese que en ocasiones presentaba uno que otro inconveniente para abrirse...en el sentido más figurado de la expresión.

El vendedor de sueños Donde viven las historias. Descúbrelo ahora