Capítulo 8

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Victoria se despidió de Carlota, le comentó que iría al despacho Mendoza Prieto. La noche anterior habían tenido una fuerte discusión con su marido y necesitaba arreglar las cosas para estar en paz consigo misma. Reconocía que no era el mejor lugar para arreglar sus diferencias maritales, últimamente lo sentía bastante lejano, por lo que lo invitaría a almorzar a su restaurante favorito, y por otra parte, para hablar. Al salir de la mansión, el frío golpeó su cara. Miró sin ver el rostro de sus empleados quiénes la saludaron por el camino.

Sacó la camioneta del estacionamiento.

Casi no prestó atención al caótico tráfico de las diferentes calles de la capital mientras se dirigía a su destino. Era como si se hubiera puesto en automático. Sus manos accionaban los cambios, pero su mente estaba en la escena de Enrique y ella discutiendo acaloradamente la noche anterior. Sentimientos encontrados le carcomían el alma al recordar el rostro de su marido colorado de la furia. Sonrió con amargura.

Llegó a la oficina de Enrique Mendoza, ubicada en un edificio jurídico al norte de la capital. Después de estacionar el vehículo, tomó el elevador hasta el piso indicado. Saludó a la secretaria y se disipó en el iluminado corredor que la llevaría al despacho de su esposo.

Una vez estando en su destino tanteó la posibilidad de abrir la puerta, pero ésta tenía pasado el seguro. Se inclinó por la segunda opción: llamarlo. Sus palabras se extinguieron cuando un gemido femenino plagó su campo auditivo.

Arrugó el entrecejo y su corazón comenzó a latir a la carrera.

Se asomó por el gran ventanal de cristal que daba vista al interior y, por entre medio de una persiana y otra, logró ver a su marido teniendo sexo con una de sus compañeras de oficio.

Los pulmones se negaron a expandirse mientras caía uno de los principales misterios que circundaban la vida del hombre que amaba y había escogido como compañero de vida.

-Enrique, mi amor – susurraba sin aliento. Se volteó despacio, juró que el suelo se movía, los gemidos de esa mujer le retumbaban en la cabeza. No quería pensar en el cuadro que acababa de presenciar o se volvería loca.

¡Cuán ciega había estado!

Como si estuviera en un túnel, se repetía: "No voy a llorar" "Voy a ser fuerte". Conocía que no había nada malo en llorar. Mucho menos ante una situación como esa. Nociva. Sin embargo; trató de mantener un semblante fuerte. De controlar su inteligencia emocional.

Falló en el intento.

De camino a la salida, el llanto se hizo presente. En cuestión de segundos tenía los ojos rojos e hinchados. Las mangas de su camisa estaban cubiertas con manchas de rímel húmedo. Se tambaleó mientras buscaba una entrada de aire.

El momento había quedado grabado en su corazón. Obligándola a caer en un pozo profundo. Arrastrándola a la oscuridad de una tristeza perpetua.

Sudando, con lágrimas en los ojos, la angustia congestionada y una rememoración siniestra en el corazón, volvió a su realidad.

¿En qué momento su felicidad había quedado hecha trizas?

Dos toques en la puerta le exigieron barrer sus lágrimas con el extremo de sus dedos. Se sorbió la nariz. Otorgó la orden de entrada. Era uno de los secretarios escolares para informarle de un contratiempo surgido con el instructor de educación física y deporte.

El vendedor de sueños Donde viven las historias. Descúbrelo ahora