Capítulo 7

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El corazón de Victoria le martilleaba en el pecho, y casi podía notar el de Leopoldo contra sus dedos mientras se aferraba a su camisa. Le cosquilleaban las zonas del cuerpo donde el hombre le tocaba, y sintió que iba a explotar.

Se separaron, tímidos, y evitaron mirarse a los ojos. Victoria estaba tan avergonzada que sentía que iba a ponerse a llorar.

Por fin, observó a Leopoldo y se centró en sus orbes de miel, y recordó la manera en que había saqueado la privacidad de su hogar y hasta le había faltado a su propia privacidad contándole una parte de su vida que dolía. Dolía mucho.

Sintió la necesidad de disculparse.

-Discúlpame, sé que no tengo ningún derecho. Independientemente de lo usted crea de mí, no me arrepiento de haberle contado mi verdad...

El hombre la interrumpió:

-Quédese tranquila, su verdad está a salvo. Cuente conmigo.

Leopoldo sonrió. Puso una mano sobre su hombro.

-Y sobre lo que pasó...

El hombre se puso en pie, desorientando como cuando ella llegó. Tuvo cuidado. Su hija estaba en la planta de arriba y no quería intranquilizarla.

Agachó la cabeza al percatarse del retrato de su difunta esposa incrustado a la pared.

Abrió la boca para decir algo. Victoria no lo dejó.

-Fue un error – retiró su mirada de la dama del retrato. Era hermosa y se parecía muchísimo a Ana. Clavó sus ojos implorantes en la espalda del hombre.

Leopoldo miró al techo.

-¿Eso cree?

Victoria sonrió.

Fue una sonrisa compungida.

-No...eso cree usted.

Al hombre se le escapó el aire. Se sintió mutilado por sus palabras, tanto como ella misma.

Fue la inesperada llegada de Ana que los hizo abandonar la distracción.

-Señora directora...¿pasó algo?

Antes de que la niña pudiera sugerir algo más, Leopoldo la sorprendió.

-La señora directora solo vino por asuntos de trabajo. Yo le sugerí que viniera. Ella amablemente accedió.

Victoria no encontraba que hacer ni que decir. Por no pensar en el nudo de angustia que tenía en el estómago.

-Bueno, ya se hizo muy tarde. Será mejor que yo me vaya.

Revestido de caballerosidad, le contestó a la mujer que él la acompañaría hasta su casa.

Victoria sonrió.

-No hace falta, Leopoldo. Vine con mi chofer.

Tomó su bolsa de mano y no dijo más. Salió del lugar con el corazón en un puño.

Deseó un cigarrillo en ese momento, aunque había dejado de fumar años atrás. Había sucumbido al vicio al morir su padre, pero lo había dejado al entrar a trabajar como directora del colegio que éste le heredó.

Se subió a la camioneta y se marchó.

-Fue mi impresión, ¿o la directora se marchó apenada?

Leopoldo se llevó la mano al pecho, como si con ese gesto, pudiera aliviar la contracción que le impedía respirar con tranquilidad.

-Será mejor que nos vayamos a dormir. Hoy fue un día bastante trabajado.

-¿Seguro que no pasó nada? Es que entiende, no es muy común ver a la directora de mi colegio aquí en mi casa.

El vendedor de sueños Donde viven las historias. Descúbrelo ahora