X. LIV

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Capítulo 23:

No recuerdo mucho de mi infancia, solo algunas vagas lagunas en las que me puedo ver en tercera persona llorando por algo o peleando con alguien. Aunque no lo recuerdo con totalidad, no es nada bueno para una niña de siete u ocho años.

Mi pasado es, en todos los sentidos posibles, confuso. Puedo asegurar que es de todo menos lindo, aunque no pueda recordar ni una escena en concreto. Una vez me dijeron que los recuerdos en los niños con frecuencia no son tan exactos como los recordamos: pueden ser manipulados por las personas a nuestro alrededor, por el miedo que sentimos bajo ciertas situaciones o tal vez por nuestra propia mente, tratando de bloquear todos los recuerdos. Y entiendo que algo de eso pudo haberme ocurrido, pero sé que más de la mitad de las cosas que recuerdo, sí me ocurrieron de esa forma.  

También sé que recuerdo lo mejor de esa etapa, y si eso es "lo mejor", prefiero no pensar en las otras cosas que fueron eliminadas.

Con frecuencia pienso en mis padres y en cómo no tengo recuerdos positivos de ellos: de verdad no puedo creerlo, y me costó aceptarlo en un principio. Todos los padres aman a sus hijos, porque es el único que podrán tener, así que no logro entender por qué ellos no me aman también.
Cómo sea, no pienso demasiado en ellos, porque ellos tampoco pensaron en mí cuando me abandonaron fuera de un orfanato en la madrugada.

En el orfanato tampoco lo pasé mejor: siempre tuve características diferentes al de los otros niños, así que no hablaba mucho con ellos. No estoy hablando de personalidad, sino más bien de físico. Siempre hubo cosas en mí que eran diferentes a las del resto y eso provocaba rechazo.
Cuando me di cuenta de que las personas no hacían más que dañarme, comencé a aislarme de todos. Bloqueé cada una de mis emociones a tal punto que ya ni siquiera sabía sonreír, y seguí así durante un tiempo.

El orfanato nos dividía en secciones por edades, y al no ser tantos, nuestra sección era muy pequeña. Nunca fue bueno, pero empeoró cuando cumplimos dieciséis años: todos querían atención y comenzaban a pelear entre ellos para conseguirla, a veces llegando al punto de dañar a los otros para ser calificados como los mejores. Nunca quise pelear, pero ellos sí querían hacerlo.

Tampoco recuerdo muy bien qué pasó la noche antes de que me sacaran de la habitación que compartíamos para lanzarme agua y empujarme contra el pasto del jardín. Todo se vuelve tan repetitivo con el tiempo que a veces me pregunto cuántas veces ocurrió. Pero no sé lo que pasó después, solo sé que cuando me dejaron sola corrí fuera del orfanato.

No tenía nada, en ningún lugar: ni recuerdos, ni objetos a los cuales aferrarme o una sola persona que pudiera hacer que me quedara, así que salí de ahí. No estuve en las calles sola en la noche durante tanto tiempo, porque nadie habría permitido que una niña estuviera sola en las calles. La seguridad es buena: me habrían encontrado y me habrían llevado de vuelta. Lo que sí recuerdo es que cuando estuve a punto de rendirme, alguien me encontró: una mujer alta, con cabello rubio y ojos azules tan profundos que sentía que eran infinitos. La conocía, pero no sabía quién era.

La madre de Sebastian me llevó a su casa y dejó que me quedara ahí hasta que estuviera lo suficientemente bien como para hablar. Recuerdo con claridad que a la mañana siguiente pensé que nunca había dormido tan bien en mi vida. Les expliqué a sus padres lo que estaba pasando y que no quería volver, así que ellos accedieron a qué me quedara. Y por unos meses, puedo asegurar que de verdad tuve una familia.

Sebastian es mi hermano en todos los sentidos posibles, quien me explicó que esa no era la primera vez que nos veíamos: nos conocimos antes de que yo fuera al orfanato. Dijo que llegué en condiciones parecidas a las de esa anoche, y aunque sus padres trataron de hacer lo posible para que me quedara con ellos, mis padres insistieron en llevarme a otro lugar.

AIDH: un nuevo orden mundialDonde viven las historias. Descúbrelo ahora