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Probablemente todos creerían que tuve una infancia sencilla solo por pertenecer a una de las familias más adineradas de toda Europa, pero no fue así.
Recuerdo que mamá entró a mitad de la noche a mi habitación y me despertó con la excusa de que me iría de vacaciones a casa del tío Kenny; la pelinegra empacó lo necesario para mi viaje y luego me dejó en compañía de una empleada de servicio la cual tenía como encargo dejarme en casa del hombre que cuando se enteró que sería el responsable de cuidarme, se enojó desde un principio le aclaró a Kuchel que no era niñero, pero no quedó de otra puesto que en el momento que llamó para reclamarle le dieron la nefasta noticia.
Todas las mañanas hostigaba a Kenny para que me dejara hablar con mamá, sin embargo, este ponía excusas distintas hasta que finalmente se armó de valor y me contó que mamá falleció a causa de una enfermedad mortal. Y por más que me hubiese gustado saber la verdad desde un principio, entendí que el azabache solo intentaba protegerme de la cruel realidad.
¿Cómo podías decirle a un niño de tan solo cinco años que su madre fue cruelmente asesinada? Simplemente no había palabras, así que en mi opinión hizo lo correcto.
Durante toda mi estadía en su casa me di cuenta que Kenny no era un tipo interesante, lo único que hacía era beber un six pack de cerveza mientras veía futbol americano. Cuando cumplí ocho años, él consideró que estaba a la altura para poder aprender a sobrevivir por mi propia cuenta, así que me enseñó lo básico: robar, matar y engañar.
No entendí su interés por enseñarme aquellas fechorías hasta que un día desperté y no lo encontré. Creí que había ido como de costumbre a coquetear con la mesera del bar que quedaba a la vuelta de la esquina, así que le preparé el almuerzo esperando que volviera, pero nunca lo hizo.
Sabía que si me quedaba en aquella casa no haría nada, por lo que comencé aventurarme en las calles creyendo que encontraría una vida mejor, pero la realidad era otra ya que cuando el sol se ocultaba se desataba el infierno.
Cuando cumplí trece o catorce años me uní a una pandilla, la cual se enfocaba principalmente en extorsionar, secuestrar, traficar y robar. Todos los miembros tenían un apodo y yo no fui la excepción, por lo tanto, comenzaron a llamarme Rivaille.
Lo más extraño de todo era que la convivencia dentro de la pandilla no era muy sana que digamos, sin embargo, me sentía bien ya que creí haber encontrado una familia hasta que conocí a Isabel y Furlan quienes rápidamente se convirtieron en mis hermanos.
Con el paso del tiempo, comencé a reconsiderar mi estadía en la pandilla, por lo tanto, comencé a guardar todo el dinero que había ganado con la finalidad de irme junto a los mocosos para darles una vida más tranquila lejos de todo este caos, lamentablemente aquella noticia llegó a oídos del líder quien no tardó en demostrar su descontento.
