Cuando no eres el único

64 8 9
                                    

El sol quemaba a mediados de junio y parecía que todos lo habían previsto menos yo. Mal día para vestir de negro. El ambiente se llenaba de música todo volumen y los torsos desnudos bronceados, bien trabajados bailaban; había personas con faldas extremadamente cortas, escotes exagerados y algunas con kilos de maquillaje, todos ondeando banderas de colores y cantando canciones por todo Paseo de la Reforma. Me decidí a ir porque Edu siempre había querido ir. Aunque me sentía que no encajaba, no me sentía con el ánimo suficiente como para disfrutar del ambiente. Juan Luis no pudo acompañarme ese día por alguna razón que tenía que ver con Migue, además de que tenía que trabajar en una oportunidad de ampliar la oficina internacionalmente y a pesar de tantas cosas que aprendí de él, seguía un poco nervioso, seguía sin entender bien que Ciudad de México era ahora mi hogar.

—Perdón—escuché cuando caminaba en la lateral de Reforma, a la altura de la Diana Cazadora. Un chico castaño, alto chocó conmigo.

—Descuida —dije mirando su atuendo totalmente blanco, con una sudadera rosa mexicano atada en diagonal sobre su pecho y con los cordones de las deportivas sueltas —, deberías atar bien tus cordones.

Ahí estaba, el primer chico que me había hecho levantar la cabeza solo para verlo morirse de vergüenza. No era un chico desastre, no era alguien despistado, tenía una galanura diferente a la que había visto en mis compañeros modelos. No era esbelto, ni fornido, tenía un buen cuerpo sin definición alguna a simple vista, un mentón definido y unas pestañas que le daban toda la personalidad a su mirada dulce. Se notaba que era alguien perfeccionista, que no le gustaba mostrar nada hasta que estuviera todo en su sitio.

No titubeaba, más bien temía que lo juzgaran igual de severo como él lo hacía, pero sonreía cómodo con esa pequeña inseguridad que se mostraba en todo su cuerpo. No era como nadie que hubiese visto. En la cuidad había visto pocos chicos más altos que yo, en España entraba en la media de altura, aquí yo era alguien bastante alto.

A pesar de su altura tenía el corte de pelo de un adolescente rebelde: largo hasta los hombros, con un flequillo mal peinado de lado que cubría toda su frente; después me enteraría que siempre se lo planchaba porque odiaba los rizos que tenía de forma natural. Tenía labios delgados que alargaban su sonrisa, y disimulaban los efectos colaterales de los aparatos dentales, ojos pequeños pero expresivos. Un tanto corpulento por sus hombros anchos sin llegar a exagerar el resto de su cuerpo.

—No puede ser, que mala impresión —bromeó arrodillándose para atarlas y volverse a poner a mi altura para verme —, ¿qué clase de hombre seré si no sé abrochar bien mis agujetas? —dijo nervioso.

—Está bien —fue lo mejor que pude decir. Había pasado meses en fiestas hablando trivialidades que la conversación seguía sin llamar mi atención, pero aquella chispa en su expresión me intimidó un poco que me puse nervioso, llevaba tiempo sin ser así de feliz que me pareció exótico verlo.

—¿Es tu primera marcha? —me preguntó acercando su rostro un poco al mío para escuchar mi respuesta, algo natural en él. Asentí mirando a mi alrededor.

De nuevo el ambiente me hizo recordar a Edu, en lo emocionado que estaba por tener dieciocho años y poder asistir a la que se celebraría en Madrid. Recordé que decía que teníamos que conseguirnos un piso en Chueca, ahí seríamos libres, pero dejé aquella tarde paseando por el parque España, colgado de mi brazo por el presente en Ciudad de México.

—Sí, y me siento extraño. No conozco a nadie en la ciudad y a penas he visto un par de cosas que...

—No se diga más —me interrumpió poniendo delante de mí su mano—. Soy Christian, Cavazos.

—Iván, encantado —aceptando su fuerte apretón de manos, viendo esa sonrisa que crecía al grado de mostrar sus dientes. No pude resistirme a sujetar su mano un momento más, era suave, tierna y tibia. Nada que ver con las mías, llenas de callosidades en mis nudillos y en las yemas de los dedos o en las palmas por el ejercicio que hacía.

La sombra detrás de la sonrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora