Todo lo que sé

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El silencio escocía, pero lo prefería a volverse loco en la música matutina, así que se movía discretamente por la habitación, sin postrar su mirada por mucho tiempo en ningún sitio hasta que Iván se miró al espejo por pura inercia, para confirmar que se había puesto bien el collar, llevaba tres meses poniéndoselo solo que quería estar seguro. Miró su mirada y se detuvo al verse él solo. No miró por encima de su hombro, no quería obviar ese hueco, prefirió bajar la mirada al collar de perlas y recordar por un momento los tiempos en que usarlo significaba un momento alegre. Ahora era el detalle que disimulaba el color negro de su camisa y del abrigo que había decidido llevar aquel día. De pronto la mañana se había tornado difícil, lo mejor era salir de ahí lo más pronto posible.

Cogió todo lo necesario y salió de su casa cerca del metro Polanco, un departamento en la tercera planta donde podía escuchar que ya la gente corría por las calles para alcanzar espacio en los autobuses que subían y bajaban pasajeros, algunos oficinistas, algunos empleados de limpieza; algunos, de los pocos vecinos judíos del edifico salían para llevar a sus hijos al colegio. No tenía previsto salir tan temprano pero había recibido una llamada de emergencia de su trabajo.

Miró la hora y cubrió con el cuello de su abrigo un poco su pecho, la mañana, a pesar de ver los rayos del sol, aún seguía fría por el sereno que se derretía. Bajó ligero las escaleras poniéndose los guantes, el frío en Ciudad de México se comparaba con el que hacia en Madrid que Iván en cierto modo lo disfrutaba. Prefería moverse en taxi por aquellos lugares, era más rápido que tener un coche que sacar de la cochera comunitaria del edificio. Llegó sobre las siete de la mañana al hospital pediátrico de Tacubaya. Entró con su credencial y buscó a su compañera de trabajo, Sandra.

—Lamento haberte llamado pero... —dijo Sandra acercando su mejilla a la de Iván quien sujetó sus manos.

—Inés está recuperándose de una operación, sí. Me lo dijo hace unos días —dándole un beso y frotando sus nudillos a una mujer en sus cincuenta años, con el pelo corto enfundada en una bata de doctora, con la mirada agotada por un turno nocturno de hospital —, ¿cómo están los chicos? —preguntó queriendo espabilarla un poco. Ambos eran consientes de que un hospital no era el lugar ideal par hablar de esos temas pero les ayudaba a resistir un poco su trabajo.

—Bien, creciendo que ya casi superan a su padre —desviando la mirada al cuello de Iván, viendo por debajo de su gabardina un toque blanco y negro —¡Ay Dios mío! Lo siento tanto. Me había olvidado de...

—No te preocupes —insistió Iván evitando que lo dijera, no lo necesitaba, no tan temprano.

—¿Estás bien?

—No —respondió honesto, le había prometido ser honesto con cómo se sentía —, pero quien importa ahora es la chica —estirando la mano para aceptar el expediente —. ¿Qué tenemos?

—Una violación. Fue muy valiente por lo que me dijeron.

—Madre mía —dijo Iván aceptando el expediente —¿cómo está?

—Muy mal, tuvimos que sedarla para que durmiera un poco en lo que llegabas—abriendo la puerta de la habitación donde una chica con la cara hinchada y con algunos morados en las mejillas y en el ojo derecho comenzaba a moverse.

Iván no hizo ningún tipo de gesto, a sus veintiocho años se había vuelto alguien profesional, que había hecho de tripas corazón sus sentimientos en favor de ayudar a quien lo necesitara, aunque su piel no mostrara aquella madurez. Mientras revisaba el expediente comenzó a escuchar que la chica despertaba abruptamente, arriesgándose a lastimarse con todo a lo que estaba conectada. Reaccionó rápido.

La sombra detrás de la sonrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora