Cuando la luz se apaga

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Para mi primer cumpleaños como casado, a finales de enero, me sorprendió con una serenata. Todo fue tan normal que no lo esperé, estábamos en Monterrey, en casa de sus padres y sin más apareció bajo el balcón de nuestra habitación que daba al patio trasero. Era un sueño aquella escena que había visto en las películas que veíamos con don Pascal, en donde el hombre llegaba a la casa de su amada y ella tenía que hacerse del rogar hasta por fin aparecer en el balcón para fingir que aquella serenata no la impresionaba, yo me apresuré a salir y verlo ahí parado, con toda una banda de jazz que no me enteré de dónde salió o cómo es que entró a la casa, pero ahí estaban, tocando la música que daba pie a que Christian cantara una canción escrita por otro Cavazos y que se había convertido en mi favorita.

Mi corazón no pide nada/ todo lo tengo

Nada en el mundo me falta/ si te tengo aquí para mi

Yo no pude ser de ese tipo de chicas, yo caí rendido de inmediato a sus pies. Siempre erizaba mi piel cuando la cantaba. Sonreía como idiota recargado escuchándolo, frente a toda su familia: con sus padres abrazados, con sus primos riéndose de lo cagado que se veía llevándole serenata a otro hombre. Pero para mi solo existía y él. Me enamoré más de él. Bajé corriendo para besarlo en ese intervalo de solo música de instrumentos.

Con el tiempo me gané el apodo de la señora Cavazos, uno que susurraban cada vez que nos veían juntos. Christian me lo dijo, una tarde cuando volvía del posgrado. Resulta que al final sí hubo algunos que se enteraron de nuestra boda, lo cual fue confirmado cada vez que aparecíamos en evento sociales solos. No hubo una excusa para ello, tampoco hubo una declaración abierta, ni una publicación en la revista Club de nuestro enlace, seguíamos estando en un país lleno de tabúes.

Seguí trabajando un año más y mi último desfile fue en Madrid y él estuvo en primera fila. Les preocupó que siguiera trabajando a base de mi cuerpo, tanto que su familia nos acomodó en un colegio privado, como docentes después de terminar mi carrera cuando cumplí los veinticinco años y él terminaba su posgrado. Él prefería a los chicos de secundaria, tenía la paciencia para hacerlo, yo prefería los de primaria. Ahí tuvimos que ser precavidos por las medidas conservadoras que regían aquel colegio cerca de nuestra casa.

Cada vez que nos veíamos en el patio nos saludábamos levantando la mano en forma amigable y seguíamos en nuestros asuntos. Nos gustaba ese juego, ignorarnos todo el día y luego volver a casa para besarnos todo el tiempo que estuvimos separados. Salíamos a comer lejos para que nadie nos viera, nos sentíamos colégiales teniendo un secreto que no queríamos que los adultos supieran.

Me sentía en una burbuja perfecta, con mi esposo perfecto y mi vida perfecta en mi trabajo perfecto, hasta que lo vi salir de la dirección, enfadado, lleno de ira contenida en su mirada y con una impotencia cargada en sus puños. Quise acercarme pero estaba haciendo manualidades con mis niños y no podía encargarlos con nadie. Cuando fue el recreo fui a su clase y no estaba. Lo encontré detrás de las canchas de futbol dando vueltas.

—Amor... —me acerqué a él, estaba tenso todo su cuerpo. Cuando reaccionó y me vio me abrazó fuerte tanto que me hizo un poco de daño.

—Fue mi culpa —dijo lleno de enojo andando de un lado a otro.

—¿El qué? ¿Qué ha pasado? —le dije acercándome a él. Parecía que no estaba respirando. Miré a todos lados, no sabía qué hacer, no podía tratarlo como un paciente, no podía ser un sicólogo, era mi esposo.

—Lorenzo —sintiendo su voz quebrarse al mencionar su nombre —, mi alumno... vino hace un par de días —le costaba respirar —, me dijo que le gustaban los niños y estaba preocupado por como lo iba a tomar el resto del mundo.

La sombra detrás de la sonrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora