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Nos hicimos novios formales cuando cumplí los veinte años, con todo lo que implicaba: comenzamos a dormir juntos, a quedarnos en la casa del otro y despertar al día siguiente para salir de ahí y volvernos a ver esa misma noche. De pronto tuve un pequeño espacio en su departamento en la Condesa y él tuvo uno en mi departamento. Juan Luis no tuvo problema con eso, incluso se alegró por mí. Christian comenzó a acompañarme cuando tenía llamados fuera, Nueva York era su destino favorito y los desfiles la excusa perfecta para pasear con él.

Christian era otra persona cuando ponía música; se convertía en cantante y se acercaba a mi para cantarme al oido, con su mano en mi cintura, sin dejar de verme ni un segundo mientras lo hacia en cualquier restaurante al que me llevaba o en un bailarín experto que me sacaba a bailar en mitad del salón y me distraía de las lecturas que tenía que hacer para el día siguiente. El roce de sus manos, de su aliento hizo que me enamorara más de él. Jamás me gustó la música con la que bailábamos pegaditos, mejilla con mejilla, pero me gustaba que me rodeara con una mano y me sujetara fuerte con la otra. Parecía que sólo quería hacerme feliz, que olvidara la tristeza que tenía en mi corazón. Lo consiguió. Me hizo reír como no lo había hecho antes, me hizo contarle mis secretos más inconfesables, prometiendo no contarlos a cambio de un beso.

Me contó de sus sueños, me incluyó en ellos para hacerlos posibles con toda la naturalidad que provoca la convivencia. Soñaba despierto conmigo a su lado, hablaba y hablaba de cualquier cosa que se le viniera a la cabeza. Me sonreía y me besaba sin razón alguna. Cuando salíamos a fiestas la mitad de las conversaciones que tenía con sus amigos era para presumirme, a su españolito, el que le había robado el corazón. Me animaba a hablar, decía que le encantaba verme intentarlo: esa media sonrisa tímida que crecía al desviar la mirada cuando me daba la palabra lo hacía enamorarse de mi. Me quitó de las inhibiciones que tenía al hacerlo. Me sentí libre.

Para el año y medio de novio tuvo la idea de presentarme a sus padres. Mentiría si dijera que no me preparé para un interrogatorio así. Durante el primer mes que estuve en México estuve sin pegar el ojo en la cama viendo el techo pensando en una nueva historia sobre el por qué me había escapado de casa. Todos los fugitivos, deseosos de una segunda oportunidad tenían una. Todo lo que Juan Luis me había enseñado logró impresionar a mi nueva familia política.

Me aceptaron de mil maravillas, con ese pequeño recelo de ser alguien que salía sin playera en las revistas. Su padre apretó mi mano tan fuerte que casi la suelto, pero aguanté lo suficiente sin hacer ni un gesto más que una sonrisa para que me soltara y soltara una carcajada con una palmada en la espalda, eres fuerte, condenado, me dijo, sonreí aliviado. Su madre me dio la bienvenida a la familia con un beso y un apretón de mejilla.

Con aquella presentación comenzaron a invitarme a eventos familiares casuales: idas al Auditorio Nacional para ver óperas o a Bellas Artes para ver ballet. Quedé maravillado por el mundo a parte que eran ambos recintos a los cuales jamás me había atrevido a entrar por falta de una buena razón. Christian jamás dudó de cogerme de la mano cada vez que salíamos de uno de esos imponentes recintos, de besarme frente a sus padres y de ayudarme con la puerta cuando volvíamos a casa.

De pronto los viajes a Nuevo León eran más seguidos y dejé de usar vaqueros cada vez que iba a visitar a sus padres y resto de familia que tenía ahí, no porque me lo exigieran pero de nuevo la oportunidad de cambiar estaba puesta frente a mi que no pue negarme a adoptar una nueva vida, ahora todo el glamour que había evitado por ser modelo lo usé para encajar en mi nuevo entorno, dejando de lado las camisas holgadas y los pantalones rectos para encontrar confort en los chinos y pantalones de vestir, polos y camisas con el calce de un sastre.

Desde el día uno estuvo ahí, parado fuera del edificio donde tomaba clases con esa pose de galán. Los pocos que me conocían se sorprendieron, no de mi sexualidad si no de ver quien era mi novio; alguien alto y atractivo, que se sentía seguro de cogerme por las cintura para darme un beso y llevarme a comer. Estaba tan enamorado de mi que cuando caminábamos sin rumbo fijo, sin importarle ni el lugar ni la concurrencia se paraba frente a mi me cantaba:

La sombra detrás de la sonrisaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora