Hoy he decido que me haría dueño de los últimos rayos del día. Voy a embotellar felicidad para los días grises, aire para cuando necesite hablar de más y también paciencia para cuando no pueda con mi genio. Y si, ya sé que estás sonriendo con lo que digo porque eso lo aprendí de ti. Porque como tu sueles decir siempre; los pequeños momentos son los que más valen la pena. Entonces me enseñaste a dividir la vida en pequeñas fracciones de segundo. Me enseñaste a hacerme gigante ante las adversidades y a mirar pequeño el mundo, que de pequeño no tiene nada, pero eso hice.
He mirado a través del tiempo. He viajado a tus adentros y he hurgado entre tus "te quiero". Me he detenido a apreciar tus desvelos y detallar tus ojeras marcadas con tus "yo lo hago" y ahora me doy cuenta de cuantas veces has hecho un trato con la luna para que aún te dejara despierta, de cuantas veces alimentabas mis sueños y dejabas de comer para los tuyos.
Nunca podré terminar de agradecerte por todo lo que me das, porque, aunque la eternidad fuera una unidad medible, no alcanzaría para retribuirte, mujer.
Entendí que, a tu edad, a las prioridades se les llama hijos y que para combatir la cólera basta con un buen beso en la mejilla. Dios me dio una bendición y le digo mamá, aunque tu siempre dices que la bendecida fuiste tú. A tu edad las canas son trofeos de guerra, por cada batalla librada... y creo que todos podemos estar de acuerdo en que te hiciste veterana a punta de collejas, besos y tés de miel y limón, que nada se te hizo fácil, pero que fácil me lo hacías ver cuándo por un descuido encontraba la cama tendida y la ropa bien doblada y oliendo a ti.
Todavía de grande no dejas de alimentarme de ti, y aunque sé que las fuerzas te están faltando, decides no retroceder porque una madre no hace eso, ¿verdad? Pero no te preocupes, ahora yo tengo la fuerza suficiente para surcar el mundo y ganar una medalla olímpica. Ahora, me puedes tomar de la mano que yo caminaré a tu ritmo.
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