Cómo comenzó todo

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Era una mañana gélida, mis pies tocaban el suelo frío e instantáneamente mi piel ya estaba erizada por completo. Comenzaba la semana, pero ese día mis ánimos no eran los mismos que de costumbre y mi cuerpo tenía la necesidad de quedarse tumbado en la cama el resto del día, con mi manta rosada, mi taza de café caliente y el control en la mano, lista para Netflix. Pero mi madre no me dejaría faltar a la escuela, ya que era solo una queja mía para quedarme.

Recuerdo que ese día bajé con mucha prisa porque ya iba tarde. Al llegar abajo, me di cuenta que me había agitado como nunca. Debo entrenar más, pensé.

Desayuné poco, ya que a primera hora tenía clase de Gimnasia y no quería hacer ningún show inesperado por comer de más...

Me despedí de mi madre, quien estaba recién despertando. La envidiaba.

Luego salí por la puerta delantera de la casa. Me puse mis guantes favoritos de colores rosas que me había tejido mi abuela, Rose, ya hacía un par de años. Los cuidaba como si fueran oro, porque eso significaban para mí. También me enrosqué en mi cuello una bufanda y me coloqué un gorro sobre la cabeza. No me gustaba mucho mi aspecto, así toda llena de abrigos, parecía Winnie Pooh en persona. Pero al ser tan friolenta, no podía darme el lujo de no abrigarme de esa manera; el invierno aquí en Portland te hace querer mudarte al Caribe.

Estaba en la calle esperando el colectivo. Ya eran las siete y media, pero no había pasado aún y debía estar en la escuela en tan sólo diez minutos, así que decidí caminar —o más bien correr— para llegar a tiempo.

Tomé coraje, una bocanada de aire frío que llegó hasta mis pulmones congelándome por completo, y comencé la carrera. El calzado que llevaba aquel día no ayudaba para nada, casi tropiezo cuatro veces, pero debía seguir avanzando...

Traía puestas unas botas color beige, con peludito, que son mis preferidas para esta época del año. Los jeans ajustados y la campera gigante que vestía tampoco eran de gran ayuda, cada paso que daba sentía que iba en reversa. Pero al fin logré llegar, un par de minutos tarde, pero lo logré.

Sentía que el pecho iba a explotarme en cualquier momento, mi respiración era un desastre, pero aun así, en ese estado, tuve que entrar a la clase de Biología.

Al abrir la puerta de madera del salón, recibí la atención de toda la clase. Entré caminando con rapidez y tomé asiento en el único lugar que quedaba libre en ese momento. A mi lado se sentaba un chico un tanto extraño, pero que emitía ternura con su aspecto: lucía unas gafas negras cuadradas, en sus cachetes se notaban pecas marcadas, tenía ojos celestes, como el cielo despejado después de llover, su cabello de tinte oscuro estaba un poco desordenado por su sombrero, el cual resaltaba sus mejillas, que se encontraban rojas por el frío. Al menos no soy la única friolenta aquí, pensé.

Era mi cuarto año, no conocía a la mayoría de las personas, ya que ese año los cursos se dividían en Economía, Humanidades y Naturales. Yo había escogido Humanidades; me gustaba la historia, las leyes, también los talleres que allí había de teatro, música y demás. Siempre soñé con ir a España para cantar en La Voz; supongo que es un sueño un tanto tonto, no creo que pueda cumplirlo, pero lo iba a intentar, por eso seguí esa rama en la escuela.

Mi nombre es Ángeles. Sí, como la ciudad de L.A. Tengo diecisiete años de vida, la música es lo que me apasiona. Si se preguntan por mi aspecto, soy una chica que mide 1,55 de altura... todos suelen burlarse por eso. Mi cabello es de un tono rojizo y mis ojos son como las hojas de los árboles: verde agua con un toque de amarillo. Lo sé, raro.

Volviendo... al sentarme en el banco, mi respiración se había calmado sólo un poco, mi corazón palpitaba con todas sus fuerzas y un poco más... mis piernas flaqueaban, no estoy exagerando. Aunque hacía algo de deporte, se ve que ese día no me sirvió para poder resistir correr esas pocas cuadras.

La clase de Biología fue un tanto aburrida; yo me dediqué a garabatear a ese chico con cara de niño tierno. Había sacado un lápiz, una goma y mi cuaderno de dibujo, que siempre llevaba conmigo a todas partes para cuando se me presentaran estas ocasiones. En el boceto resalté sus adorables pecas, sus mejillas y su nariz con un tono carmesí, que lo hacía parecer todo un ángel. No estoy enamorada de él ni me ha flechado, solo me pareció una obra de arte que necesitaba ser representada. Aunque no lo quisiera así, mi corazón le pertenecía a mi mejor amigo, James. Éramos amigos desde la infancia, me había acompañado en cada una de las instancias de mi vida; desde cuando andaba en bici con las rueditas, hasta, bueno, este momento. No me imaginaba una vida sin él, por eso mismo nunca le confesé —ni le confesaré— mi amor, el que despertó en mí hace ya unos tres años.

Justo dos segundos antes de que sonara el timbre, terminé mi obra de arte. Había quedado hermosa, tal y como me lo imaginaba. Solo le faltaban unos retoques —soy muy perfeccionista y exigente conmigo misma—.

Guardé los libros de la asignatura y la libreta de dibujos en mi bolso decorado con flores pintadas por mí y salí del aula para ir al recreo de media mañana.

En ese momento lo vi: James, tres pisos más abajo hablando con sus amigos de baloncesto. Así que apenas lo divisé, bajé a toda prisa, mientras acomodaba mi cabello, desordenado por el gorro.

Llegué adonde se encontraba, él me vio y sonrió, con esa sonrisa perfecta que tanto me enloquecía, aunque no me gustara que así fuera.

De nuevo, mi corazón estaba latiendo con fuerza, ¿¡qué demonios me estaba sucediendo!?

—Hola, extraña— me saludó con su voz gruesa, mientras pasaba su brazo por mi hombro para abrazarme—. ¿Has corrido? Estás agitada— me dijo, mirándome con su rostro burlón.

—Hola, James, sí, he corrido tres pisos abajo— mi voz se entrecortaba por mi pesada respiración.

—Solo un par de escalones y ya te cansas, eso porque no has querido salir a correr conmigo en toda la semana pasada— empezó a molestarme como siempre lo hacía.

—Ya cállate —murmuré con una sonrisita, al tiempo que le pegaba en la espalda.

Nos dirigimos hacia la cafetería para tomar una botella de agua fresca, así íbamos a Gimnasia... Si me agitaba por bajar una escalera, qué me pasaría al tener que dar diez vueltas a la cancha de baloncesto... no quería ni pensarlo. ¡Dios, sálvame!

James y yo nos separamos, teníamos que cambiarnos en los vestuarios, aunque no tendría problema de cambiarme con él y ver esos abdominales, ya cállate, mente perturbada.

Ya estábamos en el gimnasio. Era muy amplio, había un poco de todo; sogas para trepar, pesas, colchonetas, pelotas, una cancha para correr...

Como lo había anticipado, lo primero que tuvimos que hacer fue dar vueltas a la cancha para entrar en calor. Yo con esa corrida ya tenía el día hecho.

Por las ventanas entraba la brisa gélida de esa mañana, quizás hasta más fría, o eso sentía yo. El viento helado entrando por mis fosas nasales y correr, no formaban una buena combinación. Y en ese instante en que lo pensé, sentí cómo a mis pulmones les llegaba el aire congelado. Me dolía respirar y comencé a toser. Al darme cuenta de que no podía parar, me detuve y me desplomé en el piso. El aire no me ingresaba, cada vez me costaba más respirar. ¿Por qué me pasaba esto? Nunca antes me había sucedido así.

James frenó a mi lado al ver lo que me estaba pasando. Él me hablaba, pronunciaba palabras que yo no podía oír. Todo el sonido quedó de fondo, mi vista se desenfocó y lo último que recuerdo es a James con cara de preocupación gritándole al profesor de Gimnasia que llamen al doctor de inmediato. 

El sonido de un sueño (¡Disponible en físico!)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora