Capítulo XIII El Libro prohibido de autor anónimo

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Karen~

Me despierto gracias al bello sonido de unos pájaros que cantan. El calor que emite el cuerpo de Albert me hace recordar lo que paso en la madrugada.

Mi pesadilla, mi viaje a la cocina para ir a traer agua, cuando me encontré con Albert en el pasillo, y por último yo pidiéndole a Albert que se quedará a dormir conmigo.

Normalmente cuando abro los ojos al despertarme los vuelvo a cerrar y por consecuencia me quedo dormida otra vez, sin embargo ahora hay algo que merece toda mi atención.

Observar a mi bello príncipe que tengo por novio, eso si que vale la pena y aleja de mí, cualquier rastro de somnolencia que tenga.

Su cara es preciosa, y sus labios apetecibles, más ahora que está dormido y relajado. Desde el principio lo que más me gusto de Albert fue su boca y sus ojos, y ahora que ya cumplimos un año y meses de conocernos, puedo decir que todo de él me atrae, pero especialmente sus ojos y su boca.

Me acerco más a él y le beso, mi intención no es que se despierte, pero luego de unos segundos siento como se despierta.

—Buenos días —digo después de separar mis labios de los suyos.

—Buenos y maravillosos días, mi amor —responde Albert sonriente-. ¿Dormiste bien?

—¿Dormí como un bebé recién nacido? —contesto a su pregunta abrazándolo y volviendo a acurrucarme—. En tus brazos ya no volvieron las pesadillas.

—¿Así que tuviste pesadillas?

—Sí. Soñé que tu tía me sacaba a rastras de su casa —digo  atreviéndome a contarle lo que soñé—. En realidad ahora que lo pienso es una soberana tontería, pero si que me asusté mucho.

Yo empiezo a reírme de lo que anoche me daba miedo. ¿Qué más da? Es mejor reírse de las penas y no ponerle tanta importancia de la que de verdad merece.

Al parecer Albert también piensa lo mismo porque se empieza a reír de mi pesadilla.

—Te vuelvo a repetir que yo estoy aquí para defenderte de mi tía y de quien haga falta —afirma colocando dos dedos en mi mentón y haciendo que lo mire directamente—. Solo falta que esa cabecita tuya lo entienda.

Luego de soltarme el mentón, me coloca un dedo repetidas veces en la cabeza. Y cuando termina me hace cosquillas. Y como yo no soy para nada cosquilluda, no me muero de la risa.

—¡Ya basta! —digo entres risas—. ¡¡¡Ya!!!

Le doy un almohadazo en la cabeza con un cojín y en ese mismo instante, tocan a la puerta.

—¡Señorita, Kleiss! ¿Se encuentra bien?

—Es Dorothy —susurra Albert.

Es la sirvienta que nos ha atendido, por lo que sé, es que esa sirvienta es de fiar, ya que fue y es buena amiga de Candy.

—Sí, Dorothy. Estoy bien —respondo a la sirvienta alzando un poquito la voz para que me oiga—. ¿Se te ofrece algo?

—Solo quería saber si, ¿le subo su desayuno o va a bajar? —pregunta.
Diablos, veo la hora en el reloj y me doy cuenta que son las 8:55 de la mañana.

—En un momento bajo —grito—. Gracias, Dorothy.

La sirvienta no dice nada más y al oír sus pasos los cuales indican que ya se ha ido, puedo respirar.

—Casi nos encuentran —digo entre risas por los nervios.

No es que me avergüence que me encuentren infraganti durmiendo con el hombre que amo, pero por alguna razón no confío en está sirvienta, mucho. Puede que la este juzgando mal, pero es mejor prevenir.

Entre el amor y el deber Donde viven las historias. Descúbrelo ahora