Guerra

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Athena había caído. Frente a las atónitas miradas de sus soldados, ella misma se hizo con la daga y se la clavó en la garganta, liberando a Saga de la atroz responsabilidad de hacerlo él mismo. Comprendiendo el gran deshonor al que voluntariamente se habían sometido Saga y los demás, para evitarle caer en manos del enemigo.

Athena se desplomó entre los brazos de Kanon, que impidieron que cayera sobre el suelo, acogiéndola con infinita delicadeza. Athena se entregó ante la anegada mirada de Saga, escapando al necesario contacto de su mano sobre ella, rogándole perdón.

La guerra contra el Señor de las Tinieblas no podía librarse en otro lugar que no fueran sus dominios. Saga lo había sabido desde el primer momento que su cuerpo revivió. Shaka lo supo...y al fin ella lo comprendió. Debía derramarse su sangre para dotar de vida una armadura que sería la salvación de la humanidad en el mundo de los muertos. Una sangre que dotaría de fuerzas a sus caballeros. Una sangre que les proporcionaría el acceso a un mundo prohíbido para los vivos, y que dónde sólo los poderosos Caballeros Dorados podían acceder despertando el Octavo Sentido. Acercándose peligrosamente con la exaltación de sus cosmos hasta los límites de la vida. Sólo así podrían acceder al Averno sin ser esclavos de sus leyes. Sólo así podrían librar la batalla definitiva.

La desesperación que provocó esa escandalosa escena en todos los Caballeros de Bronce presentes en ese momento fue aplacada por Shion. Erigiéndose por última vez en el Patriarca que siempre estuvo destinado a ser, y que la locura se Saga truncó, trece años atrás.

A Kanon ya no le quedaba nada más por hacer en un Santuario completamente derruído y huérfano de casi todos sus fieles custodios. Sólo descender hasta el Tercer Templo y pedirle ayuda a ella. A la manzana de su más profunda e íntima discordia con Saga. Con el mundo. Con él mismo.

Los grandes pasillos se presentaban oscuros y sobrios. Solitarios. Anhelantes de calidez. La única luz que allí reverberaba era la del oro de Géminis, esparcido por el suelo después de haber sido desensamblado por el ataque que Saga propinó contra su propio orgullo.

Los escalofríos no cesaban de sacudir a Kanon, que lucía la piel completamente erizada, aunque la helada atmósfera que invadía el templo no tenía nada que ver con ello. Eran los recuerdos, todos las preguntas que finalmente pudo hacer a Saga antes de verle partir hacia el Castillo de Hades, y que de alguna manera habían obtenido respuesta. Era la sensación de calma que le obligaba al corazón seguir latiendo con dignidad y todo el cúmulo de emociones desbordadas las que le erizaban el alma.

Y el hecho que lo resumía todo. El hecho que encerraba en sí mismo la clausura de su antiguo rencor, y de su recién experimetnado perdón. El incontestable hecho de hallarse frente a ella.

Nunca antes sus dedos la habían rozado, aunque en infames sueños la había sentido cubrir su piel en demasiadas ocasiones, sintiendo cómo esa exquisita sensación de poder y reconocimiento que tanto anhelaba en secreto se desvanecía al llegar el temido estreno de los días, cuando sus párpados le traicionaban las esperanzas, abriéndose implacables para dejar translucir su injusta realidad.

Pero allí estaba, resonando al unísono con su alma. Enviándole oleadas de cálida energía, embriagándole con su calidez. Una calidez que se filtraba por cada poro de su piel, reconfortándole, susurrándole al oído mudas palabras de reconocimiento. Unas silenciosas palabras que acabaron profiriendo una orden.

Clara. Concisa. Sincera...

"Kanon, tómame."

Su mirada se cerró instintivamente. Un profundo suspiro aspiró la soledad del templo, la hizo suya...la compartió con Saga y con el último contacto de sus manos, con la correspondencia de sus miradas...Con su mútuo perdón.

The Dead SkinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora