16. Raizel.

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16.

Cas me dejó en el campus, en mi edificio de dormitorios, y tuve que luchar contra la vergüenza para despedirlo sin sentirme miserable.

──Mañana tengo clases muy temprano ──me disculpé, tirando de las correas del cinturón de su auto.

Un nudo se retorció en mi estómago cuando me dedicó una sonrisa triste, su pelo arenoso esmaltado con la luz neón del edificio.

──Claro, descansa, Raizel.

Dejé un beso rápido en su mejilla, y me abracé a mí misma mientras caminaba hacia la entrada del complejo, escuché sus llantas contra el pavimento mientras se alejaba.

Estuve demasiado cansada incluso para recordar a quien me había tenido como sonámbula todo el día, pero en medio de la oscuridad, poco a poco, la amenaza de Caín fue acoplándose de forma lúgubre al resto de mis pensamientos.

Tan ensimismada iba, que apenas noté al chico sentado en el piso del hall de la entrada.

Estaba medio inconsciente, los anteojos colgando del puente de su nariz mientras su piel se veía pálida de una forma inusual en él.

──¿Cavale?

Estiré mi mano para alejar el pelo de su frente, estaba húmedo por el sudor que perlaba su piel.

Sus labios estaban entreabiertos, su semblante de un tono ceniza y cada tanto fruncía el ceño, quizás por los escalofríos del frío senyliano.

Era una postal extraña incluso para él.

Me pregunté quién podría haberle hecho algo así, y el terror se heló en mi estomago.

Antes de que mi mente pudiera divagar, me obligué a recordar que él no había dudado en abrirme la puerta cuando necesité ayuda.

──Raizel ──Su voz salió desde lo profundo de su garganta, gutural.

Coloqué mi mano sobre su mejilla, él la sostuvo en ese lugar mientras sus dedos rodeaban mi muñeca.

Cerró los ojos un largo rato.

Miré alrededor del vestíbulo vacío, la fila de molinetes que había que cruzar antes del acceso, las puertas de vidrio en el pequeño solárium que mostraba el extenso prado perdido en la oscuridad.

Nadie para ayudarnos.

──Ven.

Decidí guardar sus anteojos en mi cartera, luego coloqué las manos debajo de sus axilas para ayudarlo a ponerse de pie.

──Vas a tener que ayudarme, hombre.

Él apenas respondió algo como un gruñido cuando pasé su brazo sobre mi hombro.

──Cavale, te estoy hablando.

──¿Nunca dejas de quejarte?

Puse los ojos en blanco, hice lo que pude para maniobrar hasta el ascensor en el vestíbulo, coloqué mi muñeca sobre el lector para que las puertas se abrieran.

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