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Me costaba creer los que mis oídos habían escuchado. Aún estaba jadeante y deseoso, sintiéndome frustrado ante aquel pare, pero más que eso, estaba avergonzado de cómo me había dejado llevar y de cómo había sido él quien me había traído de vuelta a la realidad.

Precisamente él.

Pensé que tenía mejor autocontrol, pero al experimentar todas esas tantas sensaciones extrañas por primera vez, no pude actuar tan fuerte como habría querido.
Subestimé demasiado el instinto de un omega.

Lo miré a los ojos, mareado.
Aran me dejó ir de entre sus brazos, notándose una vaga resistencia en sus movimientos y se marchó, luego, del área en la que estábamos, dejándome solo en medio de la amplia estancia.
Poco después regresó con un inyector.

—¿No tienes pastillas? —pregunté al ver la gruesa jeringa del pequeño aparato de metal.

No me agradaban mucho las inyecciones.

—No —respondió—. Y tampoco es que tenga muchos supresores para omegas, agradece que mi hermano haya dejado algunos una de las pocas veces que se ha pasado por aquí—dijo con voz grave y baja, jalándome hacia él con intenciones de ponerme el supresor.

Él lucía más calmado. Al parecer, acaba de tomar o inyectarse un inhibidor también.

Un sudor frío recorrió mi cuello al mirar cómo la aguja se iba acercando a mi brazo, aunque quizás esa reacción no había sido solo por la cercana inyección, sino por la proximidad de Aran, por su repentino tacto...

En resumen, era difícil controlarse ahora mismo.

—¿Tu hermano? —aparté la mirada e intenté concentrarme en otra cosa.

—Aaron, el doctor que fuiste a ver la última vez que nos vimos —me aclaró.

Sabía que tenían algún tipo de parentesco, eran demasiado parecidos.

—Entonces debo agradecerle la próxima vez que lo vea —dije.

Aran se alejó de mi habiéndome abierto un irreversible hueco en el brazo. Me quejé.
Bueno, en realidad, este tipo inyectaba mejor que muchos de los médicos y enfermeros que me habían tratado en mi anterior vida, los que solo sabían dejarme un incómodo moretón cada que acercaban una aguja a mi piel.

—Si quieres que sepa que tenemos la clase de relación en la que pasas tu celo conmigo, puedes agradecerle —me advirtió.

Caí en la cuenta.
No, no debía decirle a nadie.

—Aún hueles a feromonas, será mejor que tomes un baño —me aconsejó, oliendo desde lejos—. Te llevaré luego a casa.

Yo no me quejé y solo seguí su consejo. Me escabullí pronto al lugar señalado, escapando de ese donde estaba él.
No me sorprendió encontrar un cuarto de baño tan vacío como cualquier otra habitación de la casa y solo me dispuse a meter mi cuerpo en la tibia bañera.
Fue muy relajante, tanto que ni siquiera me dio por ponerme a pensar en nada, ni en la hora, ni en las circunstancias, en nada.
Al salir, mi ropa estaba limpia y doblada sobre la cama.

Olía a un rico suavizante.

Me la coloqué rápidamente y salí al encuentro de un Aran vestido con su uniforme de policía.
El día anterior no había tenido la oportunidad de admirar su figura con dicha ropa.

La tela azul oscura se ceñía a su piel y sus músculos elásticos se marcaban sobre el tejido con proeficiencia. El pantalón, ajustado, hacía notar a una peligrosamente alta calidad cierta parte de su anatomía. El cinturón negro, que aguantaba la porra a un lado de su cadera y la pistola al otro, le daba un toque salvaje al conjunto y su actitud, similar a la de un zorro, aconsejaba mantener la distancia.

Parejas DestinadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora