Salvatore

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Aparté los ojos rápidamente, escondiéndome tras la cortina entreabierta que cubría la puerta de cristal. Me ardía el pecho. Cada inspiración me quemaba cómo si estuviese respirando plomo. Mi corazón se retorcía con cada doloroso latido mientras que  yo trataba de negarlo todo.

No podía ser verdad. No podía, y sin embargo no me atrevía a comprobar la falsedad de mis ojos.

Con las piernas temblando, me encaramé a la barandilla, y me esforcé en concentrarme para subir, pero mi mente se empeñaba en reproducir una y otra vez la escena que acababa de presenciar, asegurándome que no había sido una invención suya. La corta y rebelde melena naranja de Victoria destacaba bajo la luz blanca de la habitación de Alessandro, mientras lo abrazaba con fuerza.

¿Por qué me habían hecho eso? ¿Por qué?

Mis ojos se llenaron de lágrimas, impidiéndome ver bien la piedra donde debía colorar el pie derecho. Mi rodilla resbaló sobre la fría y dura piedra pero el dolor que sentía en ella no era nada en comparación con el dolor de mi pecho. Mordí con fuerza mi labio inferior, sabiendo que si mis lágrimas empezaban a salir, ya no pararían, y debía llegar a mi habitación. Sentía un líquido espeso bajando por la pierna, pero no me importaba, sólo necesitaba arrancar de mí ese profundo dolor que me estaba matando. Me ahogaba, se me estaba desgarrando el alma y yo no podía hacer nada.

Caí de rodillas en el suelo de madera de mi cuarto y abracé mi cuerpo helado, que amenazaba con romperse en cualquier momento; entonces lloré, lloré con fuerza durante toda la noche intentando expulsar de mi pecho toda esa tristeza que me consumía. Lloré hasta que mis ojos se secaron, pero aún entonces seguía sintiendo dolor.

El primer rayo de sol entró por el balcón, dibujando una línea amarilla sobre la pared de la habitación y entonces supe que debía moverme. No quería encontrarme con él. No vendría a buscarme después de lo que había hecho, pero también tenía la mañana libre después de todo, y no quería verlo. Por nada del mundo quería verlo.

Me puse en pie y comencé a ducharme de forma mecánica, sientiendo el escozor del agua caliente sobre mi rodilla. Bajé la vista para comprobar como el agua a mis pies se teñía de rojo. Tenía gruesos hilos de sangre seca bajando por mi pierna, y en la rodilla un horrendo raspón hinchado por no haberlo limpiado de la arenilla de la pared. Me lavé rápidamente, sin inmutarme por los latigazos con los que la herida protestaba y al salir de la ducha, me desinfecté y cubrí la rodilla con una venda para luego ponerme un pantalón oscuro un tanto holgado y un jersey color crema.

Me sequé el pelo a toda prisa y lo até en una coleta para no tener que perder tiempo peinándolo. Agarré mi teléfono móvil, mi bolso y salí de allí.

Crucé el pasillo a toda prisa y bajé los dos pisos que me separaban de la salida del Pettit. No tenía ganas de cruzarme con nadie, y por suerte aún era muy temprano, de modo que la gran mayoría de mis compañeros estarían intentando curar su borrachera durmiendo.

Caminé hacia el muro de piedra procurando mantener mi mente vacía. No quería pensar en lo que había visto, no quería sentir dolor, ni acordarme del nombre de ese al que al que tanto amaba. No quería hacerlo, pero la sombra de sus besos y su sonrisa horas antes de encontrarlo con ella, hacía aún más daño que el recuerdo de sus cuerpos abrazados.

Cubrí mi rostro sintiendo que me rompía de nuevo. ¡Dios, sí que quería verlo! Quería que me lo explicara, quería girarme y verlo corriendo hacia mí con esa cálida mirada que me derretía el alma.

—¿Daniella? —Mi corazón brincó temeroso, enfadado y esperanzado.

Levanté la vista, esperando verlo, pero no era él quién estaba a mi lado, sino Bastien.

Mariposas eléctricas ©   (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora