Hello, London

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ϟ ..ઇઉ..ϟ

El imponente edificio se alzaba enfrente a mí, brillando en todo su esplendor nocturno, con millones de pequeñas luces que lo iluminaban haciéndolo parecer de oro. El Big Ben siempre me había atraído; el mero hecho de verlo me hacía sonreír, imaginándome al travieso Peter Pan observando la calle desde lo alto, en busca de niños perdidos.

Aquel era desde pequeña mi cuento preferido, y, si cerraba los ojos, era capaz de escuchar la melodiosa voz de mi madre, contándomelo con entusiasmo noche tras noche.

Ojalá aquella noche, bajase a buscarme a mi. Ir al País de Nunca Jamás era sin duda mejor idea que la de ir a un internado.

Un largo pitido me sacó de mis sueños, asustándome. El taxista me miraba impaciente desde el coche. ¿Cuánto tiempo habría estado ahí parada mirando hacia arriba? El sol se ocultaba en el horizonte y el frío Londres encendía las luces de su otra atracción principal. El London Eye. 

Algún día subiría para ver la ciudad y el río desde lo alto. Pero en aquel momento ya no tenía más tiempo.

Miré una vez más por el objetivo la hermosa imagen que tenía delante y disparé.

El internado estaba a cincuenta minutos de distancia del centro en coche, de modo que pronto estaría encerrada; el taxista me lanzaba miradas de odio a través del retrovisor.

Sí. Había tardado bastante, ¡pero pensaba pagarle hasta el último céntimo!

Vi que estábamos entrando en "Surrey Hills", el gran bosque en el que se encontraba el internado, y la calma que el Big Ben me había proporcionado desapareció repentinamente. 

Mi estómago era de nuevo un manojo de nervios, sentía que iba a vomitar de un momento a otro y ¡debía evitarlo a toda costa! El taxista ya estaba suficientemente enfadado como para hacer un cuadro de Picasso en la alfombra de su coche.

"¡Dios! Piensa en otra cosa, ¡piensa en otra cosa!"

¡La noche del sábado! Ese parecía un buen momento para rememorarla. El chico que me había ayudado, "ricitos". ¿Cómo se llamaba? ¿Marcelino? ¿Filipino?... No podía recordar su cara, sólo ese pelo claro y encaracolado, su voz suave y su maldita sonrisa burlona. ¡No me había percatado antes de lo poco que era capaz de recordar! Definitivamente había bebido demasiado. Me entretuve intentando ponerle una cara, sin darme cuenta de que los árboles habían dejado de correr por mi ventana.

El gruñido del taxista me trajo de vuelta a la tierra. Ya nos encontrábamos ante la gran verja de hierro negra que delimitaba el terreno del internado. No había un foso con cocodrilos, pero si un gran muro de piedra, y pegada a él, una diminuta casita también de piedra. Me fijé que había un hombre joven mirándome desde la ventada del conductor con ojos curiosos.

—¿Señorita? ¿Estudia aquí? No la puedo dejar pasar si no me dice su nombre.

—¿Ah? Perdón, Daniella; Daniella González. —Recordé.

El hombre asintió y se dio la vuelta caminando hacia la casita. A través de la ventana pude ver como revisaba unos papeles que supuse que serían la lista de alumnos. Se detuvo en una hoja y me miró, entonces agarró el teléfono y habló a través de él avisando, tal vez, que había llegado. Colgó, tocó algo encima de la mesa y se dirigió de nuevo hacia el taxi. 

La verja comenzó a abrirse.

—Señorita Daniella, bienvenida al Instituto Michelangelo; la directora la estará esperando en la puerta principal. —Tenía una sonrisa agradable pero los nervios estaban de vuelta y no me permitieron devolvérsela así que simplemente asentí. Él le indicó el camino al taxista y sobrepasamos los muros del internado.

Mariposas eléctricas ©   (En edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora