De lo que voy a mandar al diablo

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Viajar junto a los Garmios fue una gran idea, ya que a pesar de demorar tres jornadas en cruzar hasta Rampagne en vez de los dos que tenían considerados, podían comer cosas deliciosas, disfrutar de sus veladas nocturnas y divertirse, aunque fuera en una pequeña burbuja de tiempo.

La tercera jornada de viaje, llegaron a las costas de Hecanto, donde decidieron que se separarían de los Garmios, quienes continuarían hacia el oeste, mientras ellos debían viajar hacia el norte. Pero aun llevaban buen tiempo y decidieron que disfrutarían de esas últimas horas juntos, para separar sus caminos la mañana siguiente.

Las cosas entre Bianca y Alexander eran incómodas y a pesar de tener poco tiempo para pensar, pues sus amigos demandaban constantemente piezas de bailes, canciones y una que otra historia sobre las aventuras de la caballera, cada minuto libre lo ocupaban espiándose entre sí. Alex miraba de reojo la cicatriz de su pómulo, deseando tocarla con sus dedos otra vez, o se deleitaba en extrañas fantasías donde soltaba el cabello castaño de Bianca de su usual coleta, para que cayera sobre sus hombros desnudos...y desde ahí las ideas se volvían una y otra vez más salvajes. Parecía que ella era un imán poderoso y que hiciera lo que hiciera, no podía sacarla de sus pensamientos. Y mientras, la chica se deleitaba en la idea de hundir sus dedos entre el sedoso y rubio cabello del príncipe. Miraba sus labios con lujuria, un sentimiento desconocido para ella y rogaba por una excusa para besarlo, una que no sonara a locura. Sus ojos azul grisáceos le hacían pensar en una mañana nublada en alta mar, llena de peligros que ella moría por descubrir.

Pero tenía que ser realista.

Aunque hubiera una obvia tensión entre los dos, no tenía asidero en el mundo real. Ella era una caballera y él estaba pronto a convertirse en rey. La sola idea de entretener pensamientos lujuriosos era descabellada. Por que entre ellos no podía, ni debía, ocurrir algo.

«No debí besarlo en la posada», pensó la chica mientras sus amigos corrían de un lado a otro preparando la comida para aquella tarde. «Pero una vez más no le haría daño a nadie... ¡No!» Se reprendió a sí misma. Observó a Alexander cargar un par de leños para formar la nueva fogata y sus ojos se encontraron por un breve segundo, donde ambos desviaron la vista incómodos. «Estúpido príncipe con su estúpida nobleza».

Las horas pasaron en pequeñas miradas furtivas, que sus amigos los Garmios notaban divertidos, pero sin ánimos de intervenir.

El atardecer comenzó a tomar paso sobre el día, arrojando sus colores naranjas sobre el mar que se extendía frente a ellos. Se encontraban en un risco al final de un bosque, que desembocaba en el viejo puerto de la bahía de Tuff, conectando el reino de Hecanto con Rampagne, y Bianca se sintió aliviada al pensar que mañana estarían libres al fin de la persecución de los hombres del rey, pues a pesar de no haberlos encontrado de nuevo sabía que debían estar al acecho.

Los Garmios comenzaron sus preparaciones para su habitual festín nocturno y Alexander se apresuró para ayudar allí donde podía. Resultó que el príncipe realmente era alguien educado y amable cuando se lo proponía y la chica comenzaba a pensar que su mal humor era un regalo exclusivo para ella.

Buscando despejarse un instante, Bianca caminó hasta sentarse al borde del risco, dejando que la brisa recorriera sus hombros desnudos y agitara su cabello lejos de su cara. El aire marino le sentaba de maravillas y pensó que, de tener el poder, congelaría el tiempo por siempre en aquel instante.

—¿Disfrutando de la vista? —preguntó Boho sentándose a su lado. Sus alas rojas se mecían con suavidad en el viento y Bianca le dedicó una sonrisa al Garmio que había ganado su confianza en tan poco tiempo.

De Príncipes y Caballeras - Los Seis Reinos #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora