XIX-El Rey

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El Rey

                                   
                                         
Nos besamos hasta llegar a casa y allí el señor Park me ordenó que nos desnudara a ambos. Iba a tirar la estúpida corona a un lado, pero él la cogió y la dejó en la mesilla de noche. Nos seguimos besando hasta que él me puso de cuatro patas para comerme el culo con detenimiento y mucha lengua. Cuando oí su gruñido de desesperación entre mis gemidos ahogados, se tumbó sobre mí, rodeó mis manos a los lados de la cabeza y entrelazó nuestros dedos mientras me metía la polla muy lentamente y jadeaba en mi oído.

                         
Me besó la mejilla y el cuello con su mejilla empapada de saliva y yo me estremecí con placer. Cuando ya estuvo todo dentro, empezó a mover suavemente la cadera a un ritmo constante y arrollador que me dejaba sin respiración. El señor Park jadeaba y gruñía a mi oído, sepultándome bajo su cuerpo. «Dime que eres mío», «dime que te gusta que solo yo te folle», «dime que soy tu novio», y antes de correrse, «dime que me quieres, Kookie».

                         
Terminó con un gruñido de garganta fuerte y un último empujón para metérmela lo más dentro posible antes de quedarse quieto y dejar caer la cabeza a un lado de mi cuello. A mí me costaba respirar, sentía que estaba colorado y que estaba borracho: me sentía en el puto paraíso. Noté un beso húmedo en la comisura de los labios cuando el señor Park levantó la cabeza, solo para dejarla en el mismo lugar de antes y dormirse al poco rato. Yo cerré los ojos y, cuando lo volví a abrir ya había amanecido.

                         
El señor Park seguía encima de mí, rodeándome y encerrándome bajo su cuerpo. Tuve que hacer un poco de fuerza para escapar y luchar contra un Jimin adormilado que se negaba a separarse. Cuando lo conseguí fui hasta el baño y bebí un par de buenos tragos de agua directamente del grifo. Volví a la habitación y pulsé el botón de la persiana automática, que descendió con un murmullo apagado, cubriéndonos en una penumbra cálida y silenciosa. Me tumbé de nuevo y el señor Park me atrapó entre sus brazos, farfullando alguna queja con voz ronca y sin abrir los ojos.

                         
—Solo fui a beber, tranquilo —murmuré mientras me dejaba arrastrar por él hacia sus brazos y me sepultaba un poco bajo su cuerpo.

                         
Volví a despertarme yo primero, miré la hora en el despertador y vi que ya era casi la hora de comer. Solté un bufido y empecé a acariciar el pecho de Jimin para despertarle. Él entreabrió un poco los ojos y me miró.

                         
—¿Quieres bajar a comer? —le pregunté.

                         
Se limitó a poner morritos. Yo le besé con una sonrisa y repetí la pregunta, al fin asintió. Bajé primero mientras él se duchaba y preparé todo. El señor Park apareció en la cocina con un bóxer negro que era mío y una camiseta corta ajustada. En momentos como aquel era cuando me sentía el hombre más afortunado del mundo por poder ver a aquel ser divino todas las veces que quisiera. Sonreí con satisfacción y él me miró con su expresión seria de siempre antes de sentarse frente a mí en la mesa.

                         
—¿Qué? —me preguntó.

                         
—Que te quiero mucho, Jimin —le dije. Preferí no dejar un silencio a la espera de que dijera algo que yo sabía que no iba a decir, así que añadí—: ¿Tenías sueño?

                         
—Ayer no dormí bien —murmuró por lo bajo, cogiendo su tenedor y mirando el plato de arroz, tortilla francesa y verdura como si fuera un desafío.  

El Asistente (Jikook)(En Edición)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora