🖌️El corazón del pintor 🖌️

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Hojas caídas: ocres y marrón; anaranjado con una pizca de mostaza y grosella.

Nieve en la rama del abedul: blanco con gotas de azul tintado de añíl helado.

Una rosa en el primer atardecer de mayo: más rosa sobre amarillo emocionado, con un rubor de carmín.

La cala más recóndita a primera hora de una mañana de verano.. uffffffffffff ... eran tantas combinaciones de color que no quería que se le escapase ninguna.

– Vamos a ver: oro blanco, azul natural en trazos violetas y malvas... un poco más de blanco nube y verde mar encima de tanto azul... y verde esmeralda en los pinos, aquellos tan esbeltos.. y...

Ignacio se encontraba contemplando el atardecer en un pequeño rincón del río que discurría a las afueras de su pueblo, y que, un capricho muy pictórico de la naturaleza, había convertido en un bello paraje donde respirar profundo.

Sus amigos hacía tiempo que le habían dejado allí ("eres imposible", había sentenciado Ramón), y jugaban a unos metros un partidillo de fútbol en el que lo de menos era quién ganara y en el que las heroicas y esforzadas carreras y chutes a la portería, solo tenían la ilusión de provocar admiración en las chicas...

Ignacio escuchaba los gritos de sus colegas a lo lejos, pero seguía concentrado.

– Vamos a ver, si mezclase un verde musgo con el primer rayo de sol de una mañana de invierno... ¿qué color combinaría mejor para resaltar el brote de aquella que florecía en marzo?

Todo tenía su color, su paleta bien lo sabía, así que no podía fallar. Sí, el violeta manchado con tinte de agua.. ¡ese quedará perfecto!

– Ignacioooooooooooooooooo, Ignacioooooooooooooo- Gritaba su madre.

Y así terminaba una tarde más en el río.. con el anuncio de la cena preparada en casa y la llegada de un nuevo día para aprender mucho (como siempre le recordaba don Mateo, el maestro de la escuela).

En la escuela, su pupitre escondía su bien más preciado, una carpetilla y dentro, todos los dibujos que con su imaginación y su habilidad habían coloreado los pocos lapiceros Alpino que en su casa los Reyes Magos habían dejado.

Todo eran elogios:

– ¡Qué bonito te ha quedado el de la casa del abuelo!- Gritaba su hermana María emocionada.

Sin embargo algo faltaba, algo que solo su mirada encontraba, algo faltaba, sí definitivamente algo...

Ignacio siguió viviendo la vida del pueblo y aprendiendo en la escuela. Continuó imaginando hermosos paisajes todas las tardes en aquel rincón al lado del río y volviendo a casa con mil y una ideas revoloteando en su cabeza , y creció y creció.

Llegó el gran día, el final de la escuela, el comienzo de una nueva vida, de su vida.

Sus sueños se mezclaba siempre en la paleta de colores:

– ¡Algún día seré un gran pintor!

Todos desde pequeño habían alabado sus pinturas, pero sentía que aún faltaba mucho, y sufría por alcanzar el día en que creara la obra por la que seguía pintando y mezclando colores, imaginando y viviendo.

– Tan solo espera unos cuantos años, el tiempo es el más sabio maestro- le recordó Don José el maestro.

Y así, con pena en el alma por la partida, y alegría en los ojos por su nueva aventura, marchó a trabajar a la gran ciudad.

Nada le recordaba a su pueblo en la gran ciudad, y eso le asustaba. ¿Recordaría siempre los tonos azulados de la nieve sobre la campana de la iglesia? ¿Llegaría el día en que no sabría dibujar un pajarillo jugando con la cebada en el campo?

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