27. DARÍO

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🎵 Lo siento- Beret 🎵

Cuando salgo de la habitación de Salva siento que estoy ardiendo, frustrado y rendido. La culpabilidad me abrasa. Porque eso es lo que soy: culpable, culpable, culpable.

He recibido un par de mensajes de Pelayo, preguntándome cómo está Salva y otros tantos de Ricardo, que me ha acompañado en coche hasta el hospital y está en una cafetería cerca de aquí esperando a que regrese para volver juntos hasta casa.

Le envío un mensaje avisando de que he salido del hospital y después me encamino a buscarle a la cafetería. Estuve en este mismo hospital, en la sala de urgencias, hace una semana, acompañando a Salva tras nuestro pequeño accidente. Creo que los dos estábamos en una nube de felicidad y nervios, a pesar de que el pobre se hubiera hecho una maleza tremenda.

La mirada que me ha dedicado hoy cuando he aparecido en la puerta no se parecía a nada que hubiese visto antes en él: Salva estaba triste y esa tristeza cuelga ahora de mi cuello como una medalla que pesa demasiado e inclina mi cuerpo contra el suelo.

Fuera del hospital hace un frío que contrasta con el calor que llevo dentro y hace que me encoja un poco más en el interior de mi abrigo. Ricardo me saluda desde la puerta de la cafetería enfrente del hospital y yo me acerco a él con la cabeza gacha.

—Hola, chaval —me saluda—. ¿Cómo está tu amigo?

No es mi amigo, quiero decirle. No es solamente mi amigo, a pesar de que ahora él no quiera ser ni tan solo eso. Tengo ganas de decírselo, de abrir una puerta por pequeña que sea para compartir esto con él. El corazón me late a mil por hora solo con imaginarme a mí mismo haciéndolo. Sé que probablemente reaccionaría bien. Él tiene una hermana que también es del colectivo, pero... me rindo antes de intentarlo. No voy a hacerlo. No voy a decirle nada.

—Bien —murmuro —. Por suerte está bien. Solo se ha roto una pierna, enseguida le darán el alta.

—Es una buena noticia —dice Ricardo —. ¿Quieres tomarte un café o algo?

Niego. Hoy Ricardo tiene el día libre y parece que esta oportunidad de llevarme al hospital es la excusa perfecta para pasar un tiempo conmigo.

—No, gracias —respondo—. ¿Sabes? —añado después—. Aquí antes había un kiosko con una heladería. Recuerdo venir aquí una vez con mi padre un día en el que me llevó al hospital.

Juraría que esta es la primera vez que hablo de papá delante de Ricardo y el hombre está tan sorprendido como lo estoy yo.

—¿Eras el típico niño que se ponía enfermo muchas veces? Porque Jimena sí que lo fue. Era todo un imán para gripes, constipados, alergias y accidentes. Sobre todo, de bebé, menudos sustos nos llevábamos con ella —me explica y los ojos se le iluminan al hablar de su hija.

—No, yo no me ponía malo nunca —explico, meneando la cabeza—. Solo recuerdo esa vez, cuando yo tenía nueve años y me acababa de dislocar el hombro montando en skate con un amigo. Te juro que nunca había sentido tanto dolor... pensé que me iba a desmayar ahí mismo.

Qué exagerado era de pequeño. Estaba jugando con Salva, claro, y empecé a llorar y a berrear como un cabritillo. Salva estaba desesperado y me ayudó a subir a casa para que me llevaran al hospital. Mi madre no estaba y fue mi padre quien nos abrió la puerta, con la camiseta de franela a medio arremangar y descalzo.

Papá le dijo a Salva que él se encargaba y que no se preocupase.

No me regañó por llorar ni por haber jugado sin tener cuidado. No se enfadó conmigo. Solamente estaba preocupado y repetía una vez tras otra que todo iba a salir bien. En el hospital me cagué de miedo cuando me colocaron el hombro al sitio. Papá me agarró la mano con fuerza y cuando se acabó dijo que había sido muy valiente y que estaba muy orgulloso de mí. Tuvo que contener hasta las ganas de abrazarme, cosa que habría sido mala idea en ese momento.

Perdona si te llamo Cayetano | A LA VENTA EN FÍSICODonde viven las historias. Descúbrelo ahora