La casa Viatello.

1K 101 0
                                    


#Simone

Dejarla arriba sola en esa habitación, hacia que la piel se me erizase. Ahora estaba en mi casa, bajo mi techo y mi protección. La había visto atemorizada en el coche, impresionada al llegar a la casa, valiente cuando puso en riesgo su vida haciendo chantaje a mis hombres en la punta del precipicio. Podía disimular todo lo que quisiera, podía verse tan indefensa como un ciervo recién nacido, pero yo que había visto a tantas personas luchar... sabía que ella podría soportar mucho más de lo que nadie pudiera imaginarse. Lo había visto en sus ojos. Era una fiera encerrada en el cuerpo de un ser angelical.

- No quiero que salga de su habitación. No quiero que nadie la vea. Si necesita algo, atendedla. No quiero que haya ningún percance ni que cometa una locura, es una niña.

- Son muchas emociones para ella, señor - asiento mientras termino de bajarlas escaleras para dirigirme al salón.

-Cuéntame.

- Tiene dieciocho años señor. Su nombre entero es Lana Marie Cavalli. Vive con su abuela, bueno vivía. No sabemos nada más.

- ¿Eso es todo? ¿Qué tiene dieciocho años y un nombre es todo lo que has averiguado de ella? ¿Desde cuando eres un incompetente?

- Señor, es como si esa chiquilla no tuviera un pasado. Como si solo existiera de hace un año hasta aquí.

- Todo el mundo lo tiene, Fabio. Incluso tú.

Cuando mira mi dedo sobre su pecho, sé que ha entendido mi respuesta. No es posible que mi hombre de mayor confianza no pueda averiguar qué cojones hace una niña huyendo descalza por ahí hasta preferir suicidarse por un acantilado, que vivir. No estoy dispuesto a conformarme con algo tan simple como eso. Así que miro a mi mano derecha y suspiro antes de recibir un asentimiento de cabeza leve por su parte. Ahora sí que va a trabajar bien.

- Te doy de aquí hasta mañana por la mañana para que averigües todo de ella. Fecha de nacimiento, grupo sanguíneo, color favorito... todo.

- Por supuesto, señor - suspiro y balanceó mis hombros en busca de un poco de calma para liberar la tensión.

- Vamos.

Me doy media vuelta y me dirijo hacia el salón donde me esperan más de diez hombres entrañaros, colocados y sedientos de dinero. Fabio me presenta antes de entrar, haciendo que todos y cada uno de ellos se pongan de pie esperando mi presencia. Luego entró abriendo las puertas de par en par, antes de sonreír y estrechar la mano con todos y cada uno de estos hijos de putas. Capos, vendedores de mis drogas, exportadores de mis armas, un jeque que está metiendose en el mundillo, y mis dos peces gordos. Mario, mi abogado personal... y Fabriccio, el mayor hijo de puta que te puedas encontrar. Dueño y señor de toda la flota de camiones, barcos y aviones que transporta mi mercancía. Es mi único amigo, y lo sé porque me lo ha demostrado. Mataría a cualquiera por mí, y yo por él.

- Señor me marcho, tendrá todo lo que me ha pedido antes de que sea medianoche - me dice Fabio. Asiento.

- ¿Qué le has hecho ahora al pobre Fabio? - interviene mi amigo riéndose ante mí.

- No puedo permitir que nadie de mi alrededor se confíe en su trabajo, quiero que demuestre su eficiencia al cien por cien.

- Hermano, si sigues estresándote tanto, te van a salir arrugas. Disfruta un poco de la vida, tienes todo lo que se puede soñar, mira a estos cabrones - dice Fabriccio con una mano en mi hombro y la otra señalando a los maleantes.

Era la misma imagen del vicio. Hombres ricos que utilizaban tarjetas de banco que la mayoría no vería nunca en su vida porque nadie tenía tal cantidad de dinero para mantenerlas, usándolas para picar la coca que luego iban a distribuir. Humo en el aire. Botellas de champán en las mesas. Mujeres guapas sirviendo el champán en copas. Copas con éxtasis. Pastillas para disolverse entre burbujas. Fajos de billetes en los bolsillos de sus caros pantalones. Anillos de oro. Bastones de madera maciza echa a mano. Y muchos, años de experiencia. No podría hacerme siquiera una idea de cuantas armas podría haber ahora mismo en aquella habitación, escondidas entre telas y hebillas de cinturones.

- Señores, es hora de pasar a los negocios - comunico con los brazos abiertos de par en paz. Los muy cabrones sonríen, se ponen en pie contentos, están felices de verme, y no me extraña, con el dinero que les hago tener. Me adoran.

En cuestión de diez minutos, hemos pasado al comedor de reuniones, una habitación blanca con una mesa para veinticinco personas. Hoy seremos un poco menos. Yo presido al final de esta, Fabriccio se pone a un lado mío, y Mario al otro. Todos se sientan. Aquí ya nadie fuma ni se droga, si a alguien le dura la sensación de cualquier sustancia, ha de lidiar con ello. Aquí no hay bebidas, ni tampoco personal para servirlas. Solo una grabadora bajo mi silla y cámaras para evitar que alguien quiera ir en mi contra en cualquier momento. Mario se encarga de ello.

- Bien, estos son los nuevos repartos - comienza a hablar Mario mientras se pone en pie repartiendo los documentos respectivos a cada hombre. Ahora me toca a mí.

- Pablo se encarga de Las Vegas, Julio de Miami y alrededores, Juancho mueve la Costa azul con Antonio, Ricardo se encarga de La Habana, Alessio repartirá por toda la Costa de Francia... y Domenico llevará mi favorito, nuestra tierra. Todo Portofino, La Costa Brava, Venecia, Nápoles... es tuyo.

- De acuerdo - dice este último en mi dirección. Entonces me dirijo al jeque, que me lleva observando unos largos minutos.

- Usted, ¿compra o vende? - le digo mientras le hago un gesto para que se quite las gafas de los ojos.

Ante mi nadie se esconde.

- Yo también quiero vender, mis hombres lo harán por mí.

- ¿Tienes suficiente personal como para repartir algunos kilos de coca sin manchar tu nombre? ¿Cuentas con esa lealtad? - le digo con absoluta confianza.

- Sí.

- En Italia, la deslealtad se paga muy cara. En mi casa, se paga aún peor.

- Eso es - suelta uno de ellos.

Mario le extiende la pluma para que firme el contrato, pronunciando las palabras que siempre dice antes de cerrar nuevos negocios.

- Al firmar estos papeles y entrar en el negocio, está usted dando su vida y su fortuna a la casa Viatello. En caso de que alguna autoridad reconozca su actuación sobre nuestra mercancía, está obligado a mantener el silencio hasta día de su muerte. En caso de traiciónalo, cualquiera que le rodee, pagará por ello con sangre.

Le veo tragar cuando observa al resto de los integrantes de la mesa alzar las mangas de sus trajes y mostrar el sello de unidad que lleva mi apellido.

- ¿Estas seguro? - pregunto.

- Completamente seguro, esta noche seré uno más. - asiento lentamente mientras le observo firmar.

- Bienvenido a la casa Viatello.

IngénitoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora