15.

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- ¿Qué tal el día? –Nick preguntó un poco distraído, de camino a casa.

- No muy bien... -Francesca parecía decaída.

- ¿Sigues esperando a Harry?

- Por supuesto. 

Ella pensaba seguir esperándolo. No veía a Harry desde que había prometido "volver más tarde". No volvió, ni ese día, ni el siguiente, ni el otro. Parecía haberse enojado con ella, porque tampoco contestaba los mensajes ni los llamados. Frances no podía entenderlo, ¿qué hizo mal?

- Mira, no deberías preocuparte. Es un imbécil. ¿De acuerdo?

No, no era un imbécil. "Un imbécil no se toma el tiempo de consolar a una casi desconocida". No tenía que importarle tanto, pero, a fin de cuentas, Harry era su amigo. Y ella tenía que saber qué había pasado. Nick continuó hablando.

- ...Ah, y no debería importarte tanto, si es sólo un amigo. –su voz delataba ironía- Digo, ni que te guste ni nada parecido.

- No, no me gusta. -Frances intentó enfatizar bien esas cuatro palabras.- Aun así, tengo que saber qué le sucede.

- Frannie, preciosa, -Nick se paró enfrente suyo, deteniéndola- no vale la pena. Si le estuviera pasando algo te lo hubiese dicho, ¿y acaso lo hizo? No. Es un pobre idiota. No quiero que te pongas mal por un idiota.

Y ambos continuaron. No se dijo ni una palabra más. Francesca se limitó a suspirar. Harry no era ningún idiota, pero no iba a lograr hacérselo entender a su amigo.


Harry era un completo idiota. Él no tenía la menor duda de eso.

Estaba triste y dolido, claro que sí, pero no debió desaparecer de esa forma. ¡Si eran amigos después de todo! La vergüenza también producía que se siguiera escondiendo: ella le pediría explicaciones cuando reapareciera, y ahí no sabría qué decir. Porque no pensaba explicarle que estaba celoso porque ella tenía novio, sonaría incoherente y además sería delatarse. Sí: Harry era un completo idiota.

Durante los días que pasaba sin verla, sufría un gran flujo de ideas. Tramas de historias, poesías, imágenes. Él no sabía bien si su musa inspiradora era ella o la desesperación de tener que verla otra vez. 

En el transcurso del día, había escrito dos poemas y también había armado unos cuantos bocetos. Y mientras intentaba dibujar a Betty a partir de memorias y dos instantáneas que sacó de su pared, una melodía le cruzó la mente. No podía identificarla de ninguna canción que hubiese escuchado alguna vez. Y seguía dándole vueltas, tarareándola para no perderla. Tuvo que ponerse en acción: dejó atrás su boceto y sus instantáneas y corrió como un rayo al piano de la sala. Un piano de pared, ya entrado en años pero en excelentes condiciones. 

Harry no solía tocarlo, a pesar de lo mucho que disfrutaba hacerlo. No le traía muy buenas memorias, después de todo. Lo hacía cuando se lo pedía su madre, o en Nochebuena, porque su padre lo hacía. Su papá tocaba el piano para él (y sólo para él) en las vísperas de Navidad, antes de irse a dormir. Él era concertista de piano, y le contagió el amor por las teclas a su hijo desde que apenas comenzaba a caminar. El cáncer de pulmón fue el responsable de cortar una tradición tan bonita, cuando el pequeño Harry tenía ocho años. Desde entonces, fue él quien se hizo responsable de continuar esa costumbre, haciendo resonar el piano, y con el piano, el vivo recuerdo de su papá.

Solía recordar eso cada vez que se sentaba en ese banquito de piano, pero ahora estaba tan concentrado en recordar la melodía que decidió dejar eso para después. Miró las teclas e intentó reproducir las notas, logrando dicho objetivo a la perfección unos cuantos intentos más tarde. La tocó otra vez, y otra, y otra. Cuando quiso darse cuenta se encontraba improvisando más melodías que continuaban la que lo había traído hasta allí. Sin dudarlo, tomó una hoja de papel, dibujó unos pentagramas y escribió las primeras notas de lo que prometía ser una gran pieza musical.

La Reina de los AcordesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora