Era otro día normal. Lo parecía, al menos.
Ocho y media de la mañana. El sol se escondía tras las nubes del cielo londinense, como siempre, pero no lo hacía un día triste. Por lo menos no hacía tanto calor. Era un clima bastante soportable para ser pleno verano. No había mucha gente en el centro, la mayoría turistas, como siempre. Y ahí iba Francesca. Caminando entre las calles, dejándose llevar por la música que podía percibirse en el aire. Ella la sentía. Los que la veían pasar por las calles de camino a la plaza simplemente creían que estaba loca. Ellos se lo perdían, después de todo. El viento llevaba consigo una melodía preciosa.
Allá iba ella, de sombrero negro, con la guitarra colgando de su hombro derecho y la frente en alto. Su destino era claro, el mismo de todos los días desde el inicio de sus vacaciones. Si bien adoraba la plaza, la consideraba bastante bulliciosa. Su lugar era más bien un poco más apartado de ese ruido: había un costado en donde la gente siempre pasaba, pero todo era un poco más calmado, más silencioso. Frances lo consideraba un lugar perfecto para ser llenado con música, y ella misma iba a ser quién se encargase de eso.
Cruzando las calles, se dejaba maravillar con la magia propia que hay en cada esquina. Amaba Londres. A diferencia de sus padres, que la consideraban insegura y llena de gente extraña, y deseaban irse de allí lo más pronto posible. De hecho, si llegasen a sospechar sus planes, no sólo la castigarían, sino que posiblemente se mudarían a Escocia. Ella resopló una risita. Sus padres no lo entenderían nunca. Pareciera que nunca sintieron la necesidad de ser escuchados. Es cierto que tocando en las calles no era tan valorada como quería, pero bien, ¿qué importa? Alguien tarde o temprano iba a disfrutar de su música. Al menos la iba a disfrutar más que ellos, que pretendían una hija excelente, de título importante y cabeza concentrada en "cosas serias". Jamás comprenderían el arte, y menos la necesidad de una aventura.
Por eso se escapaba. Bueno, tácticamente la palabra no era "escaparse", era "salir sin permiso". Se levantaba temprano, mientras sus padres trabajaban, y volvía al mediodía, a comer y esperar que volvieran, tan cansados y cerrados en sí mismos que no notaban siquiera que hizo algo raro.
Finalmente, nuestra protagonista llegó al lugar indicado. Se sentó en el primer escalón de la entrada de la cafetería. La cafetería de la esquina, el mismo lugar de siempre. Casi como si se tratara de algo sagrado, deslizó suavemente el cierre del estuche de su guitarra, y tomó a la que a ella le gustaba llamar Betty. Se sacó el sombrero de forma ceremonial, y lo depositó dado vuelta en el piso. A Frances ni siquiera le importaban las monedas, pero como la gente no paraba de dárselas, al menos no las iba a dejar dando vueltas por ahí. Hecho todo esto, inspiró hondo, y comenzó. La artista, ella. El escenario, los escalones de la cafetería. El público, cualquiera que se sintiera deseoso de escucharla.
Y, aunque ella no era consciente de eso, había alguien que disfrutaba mucho de su espectáculo.
La estuvo esperando por media hora. Se estaba tardando más de lo usual. Harry comenzaba a aburrirse.
Ya era rutina para él ir a escucharla. Desde que la encontró por casualidad había quedado con ganas de seguir viéndola por mucho, mucho tiempo más. Él comenzaba a pensar que estaba un poco obsesionado con ella.
"¿Un poco?" la voz de su amigo Martin le resonó en la cabeza. "Por favor, no hablas de otra cosa que no sea ella". Sí, era cierto, Harry no iba a negárselo: estaba un poco insoportable. No le gustaba ser así de insoportable, e incluso él comenzaba a cansarse de sí mismo, pero ni el propio Harry entendía sus conductas. Ir a verla era casi vital, y no hacerlo lo dejaba con mal humor todo el día. Los fines de semana se habían vuelto una tortura, porque ella no iba a tocar. Realmente no quería que su ánimo dependiese de una chica con una guitarra, pero aunque lo deseara, no podía evitarlo.
Él no era así. Jamás fue así con nadie. Era tímido, era fácil de impresionar, pero no era obsesivo en ningún punto. Sus acciones casi desesperadas comenzaban a asustarlo un poco.
Finalmente llegó. Se sentó en su lugar de siempre, el primer escalón de la entrada de la cafetería. Tomó su guitarra, se sacó el sombrero. Empezó con la misma canción de siempre, nunca supo cuál era el nombre, pero le encantaba. En realidad no sabía si le encantaba la canción o cómo ella la interpretaba: tan perdida entre las notas, tan concentrada en lo que hacía. Harry la miraba intentando disimular un poco desde su lugar de siempre, el banco de la plaza más próximo a semejante escena. A veces se turnaba entre ese banquito y una mesa dentro de la cafetería, cerca de la ventana. No quería que se diera cuenta de su presencia, ya que posiblemente pensaría que era un loco obsesionado.
Lo era, pero al menos no iba a hacerlo tan obvio.
Él no se animaba a darle monedas. Sabía que ella no las quería, lo notaba en su cara los primeros días, cuando el sombrero no estaba y la gente le tiraba su dinero sin prestarle atención. Y no pensaba en hablarle. No, nunca. Ni loco. No iba a arruinarlo todo, siempre arruinaba todo. Siempre se le notaba demasiado cuando una chica le interesaba. Además, ella parecía increíblemente fascinante, un laberinto, un misterio. Él no era más que un chico de rulos y emociones capaces de controlar a su razón.
No estaba dispuesto a dejarse conocer. Pero, de todo corazón, ansiaba conocerla.
ESTÁS LEYENDO
La Reina de los Acordes
Genç KurguLos padres de Francesca deseaban que ella fuese reconocida, si, pero no de la forma que ella ahnelaba. Es decir, querían una hija médica, o contadora, alguien destacable que contribuía a la sociedad londinense, pero, ¿música? No, no, no. Su preciosa...