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Lo que en un principio sería una custodia en Estados Unidos de America, se convirtió en un año que vivimos escondidos en la sierra de El Salvador. Dónde únicamente éramos ella y yo compartiendo nuestro camino en la tierra. 

Yo aprendí a despreocuparme por el tiempo y los deberes, a no sentir prisa de ser el primero en terminar lo que se empieza. Como resultado, toneladas de estrés se esfumaron de mi mente. Como no teníamos dispositivos electrónicos para evitar rastreos, me forcé a dejar la maña arraigada de revisar el correo constantemente. No tuvimos nada más que una vieja pantalla para ver las noticias. 

La ansiedad de esfumó como por arte de magia, y yo aprendí a vivir. Los días transcurrieron llenos de divinidades que los convirtieron en efímeros momentos a los que deseaba regresar con cada hora que pasaba en mi vida después de esos días. 

Se le había otorgado un domicilio a Lara en el cual debía quedarse por su seguridad, pero ella no confiaba en la autoridad, y lo más pronto posible se consiguió otro domicilio en un país distinto el cual rentaba sin papeles intermediarios con alguien de la sierra. Se sentía más segura allá, yo compartí su sentir. Nuestro domicilio era una no muy grande casa de adobe antigua dónde usualmente solo dormíamos y comíamos algunas veces. Ahí nunca nos encontrarían si querían dañarla. 


Una de las muchas tardes de mochileo que tanto añoro viajamos a un lago, habíamos nadado un rato haciendo competencias entre los dos. Luego me salí y me recosté en la suavidad del pasto, sorprendentemente no me incomodó sentirlo adherido a mi piel por la humedad de mi cuerpo. Disfrutaba que los rayos del sol ardieran suavemente sobre mi piel y en mi vista era ella que continuaba en el agua, se sumergía por varios segundos pidiéndome contar el tiempo que lograba contener la respiración, con cada intento el tiempo de aguante era mayor al anterior. Luego se ponía a nadar.

—Ya sé que usar la próxima vez que vaya a una expedición. —Me anunció con un grito desde donde se encontraba.

—¿Qué? —grité.

—Shorts. No se pesan al nadar.

Me resultaba inusual verla disfrutando de una lugar tan bello como ese conmigo, Lara era un todo y yo era nada a su lado. Todo el conocimiento que había adquirido en más de veinte años de mi vida se sentían vacíos en comparación a las cosas que ella me enseñaba. Y la forma en la que me escuchaba asombrada por corroborar mis conocimientos con los suyos me hacían sentir que había encontrado mi lugar en el mundo, junto a ella. 

Si lo pienso tengo recuerdos dispersos de mi vida aquel año, no soy capaz de estructurarlos en forma lineal de como pasaron las cosas, pero sí recuerdo todo lo vivido allá. Conocí a la verdadera Lara Croft, aquella que la sociedad no anudaba.  

También visitamos sitios arqueológicos aquel año, donde pude conocer al menos su persona en practica, en una semi investigación de campo, estaba enamorada de la arquitectura antigua. Sus ojos brillaban como no lo hacían con nada mientras aprendía, mientras leía, mientras fotografiaba, mientras anotaba. 

Su concentración era monumental a tal grado de hacer desaparecer a todos en su al rededor. Le pregunté como hacía para tener cuidado cuando había gente armada siguiendo sus pasos y ella me dijo: <<Usualmente me espero a escuchar el primer disparo>>.  No le gustaban las interrupciones, y mucho menos hablar de armas, entonces me dedicaba a leer para tener conversación con ella cuando regresábamos a dormir. 

Constantemente me pedía hacerle una trenza, por alguna razón le gustaba procurar una en sus cabellos cenizos, y si bien podía hacerse una trenza sencilla ella sola prefería la complejidad de las trenzas francesas que nunca había aprendido a hacerse ya que en su infancia había alguien que se encargaba de peinarla. Era gracioso saber que aquella mujer quien era capaz en las más grandes hazañas no podía hacerse una trenza francesa.

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