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El lunes lo pilla con un bostezo continuo. Su nuevo compañero en la cafetería parlotea sin cesar. Pero no es como Raoul, que lo hace de puros nervios, este es frustrante.

No se va a admitir a sí mismo que es el mismo tipo, que solo cambia la persona. No está listo para algo así. En su lugar gruñe y continúa limpiando el mostrador. Ya es la quinta vez que lo hace, pero a estas horas, no demasiada gente se pasa por la cafetería. Luego llega la hora de la salida del curro y todo el mundo quiere su bocadillo o su comida completa.

Podrían repartirse un poco, para no acabar con ganas de morirse en su última hora de turno.

Miki (que así se llama su compañero) se aproxima con esa sonrisa de quien está disfrutando de todo. Que lo llamen amargado, pero la gente que es tan feliz no le parece de fiar.

—Que a mí me gusta mucho lo de hablar y que tú me escuches, es una buena dinámica, pero a veces no viene mal un poco de reciprocidad...

Sin haber visto a los niños desde que los cuidó y se enteraron de lo suyo, su mal humor está tan a la orden del día que teme acabar pegándole una hostia a un chico que exige demasiado para lo poco que lo conoce.

Niega con la cabeza, y aparta el trapo del mostrador. Reluce como los chorros del oro, el jefe estará contento.

» Me dijo Fátima que no hablabas normalmente, que eras tartamudo o algo así. —Se muerde el labio al notar que Agoney no tiene pinta de alterarse o responderle a nada—. Solo... por si querías encargarte de preparar los comandos y yo los llevo a las mesas. Así... no tienes que hablar con nadie. —Hace otra pausa, que el moreno aprovecha para mirarlo con cierta sorpresa, casi agradecimiento—. Que seguramente tampoco quieras hablar conmigo, pero es mejor que los adolescentes y los de las oficinas de enfrente, que son todos unos gilipollas.

Puede que se le haya pasado un poquito el mal humor, pero lo vigila.

» Vale, tampoco hablas ahora, no pasa nada.

Antes de que se vaya, se apiada del pobre chico, que parece que no le han ignorado en su vida y tiene carita de cachorro triste.

—E-es un d-detalle p-por tu p-parte. —Miki alza las cejas con sorpresa—. Gracias. —Esboza una sonrisa.

La del joven se amplía todavía más, con los ojos brillantes.

—¡Genial! Pues perfecto, yo me encargo de todo, no te preocupes... ¡Seguro que seremos grandes amigos!

Se arrepiente en cuanto Miki le da un abrazo sobre el mostrador y se aleja dando pequeños saltitos. Bufa. Es lo que pasa cuando das la mano: que te cogen el brazo entero.

Y él solo está dispuesto a soportar a un Golden retriever andante: su vecino.

A pesar de su mosqueo inicial, resulta que se hace todo cuesta abajo con ayuda de su nuevo cómplice. Agoney evita pronunciar palabra, dedicando miradas llenas de significado cuando su compañero le da un comando.

Que nadie se lo diga a él, porque se emocionaría, pero hacen buen equipo. Es hasta agradable cuando cogen ritmo y funcionan con pocas palabras. Pero, repite, que Miki no descubra que le gusta su dinámica o se pondría pesado otra vez.

—Joder. —Suspira Miki, en el primer descanso que se toma, tras la horrible hora de la comida, rascándose la cabeza—. Me llevan la cabeza loca. ¿Cómo lo soportas?

—A d-duras p-penas. —Se encoge de hombros.

—Es que tiene que ser una mierda. —Estira el cuello al descubrir a quienes los van a sustituir—. Ahí viene la caballería. ¿Tú te vas a casa? —Agoney asiente, y el camarero lo imita—. Guay. Yo también. Aunque no sé si comer aquí o esperarme, porque tampoco tengo nada preparado...

El chico de la ventanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora