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Con la semana que sigue a la marcha de los padres de Raoul, Agoney solo puede agradecer haber usado cada segundo de su fin de semana para estudiar. Por supuesto, no tiene la menor intención de quejarse, adora pasar tiempo con sus vecinos, ayudar a Javi con sus máquinas de robótica, jugar con las gemelas, hablar con Raoul cuando ya no hay nada que estudiar... Que sea ya parte de su rutina es algo que lo hace inmensamente feliz.

Raoul no tiene la misma opinión. Le encantaría que el motivo para que Agoney pasara todo el día en su casa no fuera tener que encargarse de sus hermanos, pero ahí están: con diciembre cada vez más cerca, los profesores cada vez se emocionan más a la hora de mandar trabajos. Ha tenido todas las tardes ocupadas con sus amigas, para terminar trabajos y, en ocasiones, ha tenido que quedarse hasta altas horas de la madrugada.

Se alegra de contar con él. Se empieza a acostumbrar a verlo cuando vuelve de casa de Nerea, preparando algo de cenar o jugando con sus hermanos. O cuando ha tenido que encerrarse porque el trabajo era individual, que apareciera por su habitación para sentarse con él a tomar café y hacerlo dejar el ordenador por un momento, no sin antes quejarse de que debería dormir un poco más.

Ojalá poder darle la razón, pero no tiene suficientes horas en el día, y el sacrificado ha sido el sueño, por mucho que le joda.

Con César la cosa no ha mejorado, ni empeorado. Simplemente no ha tenido tiempo de contestarle, así que decidió silenciarlo hasta encontrar el momento de volver a verle y hablar con él.

Que no tiene ni idea de qué va a decirle, mucho menos tiene un solo momento para estar solo con sus pensamientos y pensar bien en lo que siente, pero le da rabia estar ignorándolo de esa manera.

Su cabeza está todo el tiempo en la cena que Agoney le tiene prometida. Supone que él no tiene las mismas intenciones que se le pasan por la cabeza, pero le hace ilusión igual.

Llegado el viernes, encuentra cierta satisfacción en mandarle un mensaje a Agoney, avisando que no tiene que recoger a sus hermanos, que puede salir a tiempo para ir a buscarlos. Ya bastante está haciendo el chico por él, le faltaba tenerlo de taxista por toda la ciudad.

Lo primero en lo que piensa cuando coge el coche es en el día anterior. A pesar de haber tenido que llevar a toda la tropa por la ciudad, Agoney no se había escaqueado en su primera sesión con el psicólogo del que habían hablado.

Lo único malo es que no tiene muy claro cómo ha ido. Cuando intentó preguntar por la noche, tras recibir el café que iba a necesitar para sobrevivir a la noche, Agoney le dio largas, antes de marcharse con la excusa de asegurarse de que las niñas estaban dormidas.

Lo bueno es que al menos le habla, señal de que tan mal no ha podido ir. Por lo que sabe, como futuro psicólogo, le habrá dado la opción de no abordar directamente el problema, así que es probable que aún queden un par de sesiones hasta que el canario se atreva a hablar de los golpes de su padre, de lo que significó. Solo espera que ese psicólogo le dé las herramientas para superarlo, así como para saber aceptar la ayuda de un logopeda.

Sumido en sus pensamientos, tarda cinco minutos extra en llegar al instituto, encontrándose con la cola que suele evitar a la velocidad a la que iría un día normal. Por eso, le cuesta encontrar a sus hermanos: reunirlos a todos acaba volviéndose peor que un escape room.

—No tengo comida preparada —informa cuando ya se dirigen al piso—, así que si podéis hacerme el favor de dejarlo todo organizado y limpio mientras yo preparo una pasta o algo rápido, os lo agradecería.

—Podríamos parar y comprar unas pizzas. —Martín pestañea, poniendo su mejor cara de cachorrito.

—¡Bua, sí! —Los ojos de Vero se iluminan—. Una pizza, por favor, tete, va, que no pedimos nunca nada.

El chico de la ventanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora