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Linda llega a casa después de su turno sobre las siete y media de la mañana. Revisa el espacio común abierto, comprobando que los chicos recogieron todo después de la cena que su hijo había preparado.

Le sale una sonrisa automática. No le ha contado mucho, pero ve a Agoney muy ilusionado con ese chico que tan bien le cae. Si todo va bien, está segura de que su hijo le contará que ya son novios, como seguramente le habrá pedido durante esa cena.

Se da una ducha rápida y se dispone a dormir. Por suerte, después de esos turnos del puente, tendrá varios días de descanso que le vendrán de perlas.

Pero todo el cansancio que llevaba acumulado en las ojeras le rebota en forma de susto al descubrir un bulto bajo las sábanas. Consigue aguantar el grito, pero al encender la luz, su corazón vuelve a su ritmo natural. Solo es su hijo, tapado hasta las orejas y dormido tan profundo que no se despierta ni con la intensa luz.

Despacio, se acerca a él y acaricia su hombro. Primero ve cómo se le arruga la frente, trata de apartarla, pero, cuando ella insiste, abre los ojos. Suspira.

—¿Q-qué p-pasa? ¿P-por q-qué m-me d-despiertas?

Pestañea al escucharlo con tanto tartamudeo, pero decide centrarse. Agoney se incorpora, quitándose las mantas hasta las caderas y frotándose los ojos. También se fija en las varias capas de pijama que se ha puesto, pero debe tener frío, y la calefacción está apagada, tiene sentido.

—Me pegaste un susto de muerte, cariño, ¿qué haces durmiendo aquí? ¿No tenías que estar con Raoul?

Ahí seguro que no se lo está imaginando. Su pequeño se encoge en sí mismo, con la mirada perdida. Así que es eso, por ahí va el asunto.

—N-no m-me sentía c-con ganas d-de p-pasar la n-noche en m-mi habitación —susurra.

—¿Qué pasó, cariño? —Le acaricia entre los omoplatos. Eso solía calmarlo, al menos cuando era un niño.

Se hace el silencio. Parece sopesar hasta qué punto puede contar algo de lo que sea que haya ocurrido.

—N-nada. —Deja caer los hombros, como rendido—. Solo... n-no m-me apetecía v-ver a R-Raoul. Nos hemos p-peleado.

—Cariño, lo siento muchísimo... —Adopta un tono dulce de voz—. Sé que ahora duele y tienes que tomarte el tiempo que necesites, pero pasará.

—Es q-que... —le cuesta encontrar las palabras, y no solo por el tartamudeo— m-me enamoré d-de alguien q-que no es c-cómo siempre m-me p-pareció, mamá, y m-me p-parece t-tan horrible...

Se muerde el interior de la mejilla. Tiene claro que es lo máximo que su hijo le va a contar, pero se muere por conocer la historia completa. Por el momento, se centra en la primera parte.

—No sabía que era tan profundo, mi vida... —Lo abraza, aprovechando para besar su frente varias veces. Por una vez, el moreno no se queja, lo que le indica su nivel emocional—. Sé de lo que hablo cuando digo que amar a alguien y que no sea como tú pensabas apesta, pero espero que no sea al mismo nivel y que puedas estar mejor pronto.

—B-bueno, me d-dejó c-con m-mil inseguridades n-nuevas y ahora q-quiero unas p-persianas... —hace una pausa— p-para no v-volver a verlo. ¿C-crees q-que p-podrían t-tardar p-poco?

—Tengo el número que nos dejó el cristalero, también ponía persianas. ¿Quieres?

—¿P-por favor?

Suena tan lastimero que tiene que hacer el intento inmediatamente, aunque no sean ni las ocho de la mañana. Vuelve con el número y el teléfono en la mano, y hace la llamada ante la mirada atenta y nerviosa del moreno. Tras una conversación confusa por parte del profesional, cuelga con una sonrisa.

El chico de la ventanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora