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El príncipe Jorge de Marlenia, la tierra costera regida por la monarquía, a sus veintinueve años cumplía con gusto cada una de sus tareas reales, mientras corrían los últimos años de la década setentera

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El príncipe Jorge de Marlenia, la tierra costera regida por la monarquía, a sus veintinueve años cumplía con gusto cada una de sus tareas reales, mientras corrían los últimos años de la década setentera.

Fue criado entre las más suaves telas y encajes, vajilla con filos dorados y exquisitos modales que lo convertían en un caballero cabal. Sus trajes eran siempre a la medida. Era un hombre de cabellos azabaches y ondulados, labios delgados, piel vainilla; de musculatura delgada y sonrisa que transmitía carisma y encanto. Siempre respetó y cumplió con cada una de las tradiciones y obligaciones que venían con la Corona. Ya sabía que al cumplir los treinta años debía dar paso al decreto de casarse. Muchas otras regiones compartían dicha ideología. Estaba preparado para llevar del brazo a quien un día, sería su compañera gobernante.

Estaba todo dicho y dispuesto, pero jamás imaginó que en la Corte de Justicia encontraría a la persona capaz de volcar su corazón.

No fue en las mejores circunstancias. Era uno de sus proyectos sociales servir a las personas de escasos recursos económicos como abogado defensor. Las leyes apasionaban su alma.

Don Pedro, un hombre de edad avanzada apenas podía mantener el equilibrio, la vista llena de cataratas le causaba frecuentes mareos al caminar, ni qué decir al conducir, por ello vendió su vieja camioneta, pero lo estaban culpando por herir a un niño vecino y darse a la fuga. Era difícil corroborar que el hombre no hubiera tenido la culpa, pero no imposible.

Cuando el príncipe logró la sentencia de inocente al evidenciar que el culpable había sido, en realidad, el nuevo dueño de la camioneta, respiraron con alivio, sobre todo, la hija de su defendido, una mujer castaña y delgada, dueña de un par de brillantes y caramelos ojos; quien se mantuvo en silencio, rezando con los labios apretados y las manos entrelazadas durante el juicio de su padre en las bancas del público.

Ante sus ojos fue la belleza más pura que había visto.

Daniela era su nombre.

El príncipe, tan empático con la gente, se encariñó enseguida con don Pedro y de repente se vio visitándolo con frecuencia, con el deseo escondido de ver a Daniela.

Ni siquiera se percató cuando se enamoró. Era su risa, su voz delicada, su solidaridad con los demás, su inteligencia, su cordialidad. Solo sabía que quería verla todos los días.

El primer beso le quemó las entrañas. Era deseo y dulzura en una joven que se distanciaba de él con dos años de edad menos.

Estaba seguro que esa boca y abrazos femeninos sabían a amor; no era sino una locura avanzar con una boda dispuesta por la monarquía. El príncipe Jorge, al contrario, prefería que la unión se diera con Daniela y probar esa vida de amor cada día.

Ingenuamente creyó que sería fácil presentar una plebeya como prometida.

El joven príncipe tenía la sensibilidad más elevada frente a la de la reina Alicia, su madre, quien se mostró dura y necia ante la negativa de permitir una boda con alguien que no perteneciese a la realeza.

A Jorge no le cabía en la cabeza que algo que tenía una solución natural y sencilla fuera motivo de discordia.

Para el príncipe consorte Santiago, de sentir similar a su hijo, lo entendió todo claro y en una primera conversación. Si hubiera dependido de él se armaba una boda con novia diferente y fin del asunto. Pero su reina se autoproclamó la suprema protectora del legado familiar nobiliario. Por ser única hija siempre sintió el peso de la Corona y el deber de preservar lo que un día se le encomendó, y eso no estaba dispuesta a negociarlo con nadie.

De modo no hubo forma de llegar a un acuerdo. El decreto real dictaba que la boda debía ser entre monarcas, y ella no iba a cambiar nada de lo establecido.

La vida entera que conocía el príncipe Jorge se ceñía a los lujos, la más fina pulcritud y una obligación permanente para con su región, pero sus sentimientos no los iba a empeñar por una diadema elegante.

Siendo el amor de pareja tan resbaloso en su vida, de pocos sorbos, de poca cercanía, fue Daniela donde encontró el fuego que jamás había sentido en su pecho. Y si renunciaba a ella, quién sabía si algún día podría hallar algo parecido que le renaciera el amor entre las cenizas, porque así sentía el corazón, lleno de polvo con solo imaginar alejarse de su gran ilusión.

Él tampoco estaba dispuesto a negociar.

Tomó un auto al amanecer y así empezó la travesía de huir durante varios meses después de casarse en secreto; sin embargo, cuando creían que finalmente lograban ocultarse, la prensa amarillista los localizaba y comenzaba de nuevo la búsqueda por un rincón lejos de todo aquello que impedía su amor. En medio de la lucha, el vientre abultado de Daniela les brindaba fuerzas para continuar. Sabían que era una niña y que faltaba poquísimo para que viera la luz.

En medio de todo, nadie preparó a la reina Alicia para el dolor tan grande de perder a un hijo y un esposo al mismo tiempo.

La prensa no daba tregua y fue en un intento más por escapar que el príncipe Jorge perdió el control, acabando con el auto hecho trizas contra un árbol.

El príncipe consorte Santiago no soportó la noticia y terminó fulminado por un infarto.

La princesa Jazmín fue la única sobreviviente del trágico accidente tras un parto forzoso y en brazos de su abuela, esta prometió que jamás permitiría que un plebeyo hiciera temblar la estabilidad de lo que quedaba de su familia.

Por ello la trajo al palacio para ser criada con cultura, modales y fuese capaz así, de continuar el legado de Marlenia.

Con los años floreció como una bella joven, muy a su pesar, con alto parecido a su difunta madre, la princesa consorte Daniela.

A regañadientes, la reina Alicia debió brindarle un título post mortem debido al matrimonio con su hijo. Después de todo, así lo dictaba la ley. Pero por su cuenta corría que quien brillara en el palacio fuese la memoria del príncipe Jorge, evitando comentarios y fotografías de su esposa.

A consecuencia de la educación estricta y algunas libertades creativas, como permitirle tener su taller de ebanistería a Jazmín, no pensó que esta heredaría la misma vena brava de sus padres y ahora, a sus diecinueve años, tan cerca de cumplir su deber de casarse con un monarca, la joven se negaba con fiereza a subir al altar.

Su majestad, con el corazón nervioso, solo rogaba que detrás no existiera la motivación de un amor por un plebeyo, porque no estaba dispuesta a perder a nadie más de su familia. Era preferible que su nieta pasara a la siguiente etapa de la vida al lado de un monarca, tal como estaba establecido, aunque eso pudiera ser difícil de asimilar, pero ya vendrían los años para calmar la rebeldía y mientras tanto, lo mejor era acatar. Ni siquiera hacía falta que se encontrara con el príncipe Joseph de Charlesburg, solo necesitaba que la princesa, en su obediencia, aceptara el matrimonio frente al sacerdote, uniendo las regiones para, el día de mañana, regir como los reyes que fueron preparados desde su nacimiento.

Sin embargo, Jazmín, como sus padres y su propia abuela, tampoco estaba dispuesta a negociar sobre sus convicciones.

Así llegó la princesa de regreso al palacio luego del anuncio de compromiso, dispuesta a seguir peleando por entender este decreto que tanto revuelo había causado en su familia.

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