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Se había negado desde sus años adolescentes, cuando vio acercarse de forma inminente su segunda década de vida

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Se había negado desde sus años adolescentes, cuando vio acercarse de forma inminente su segunda década de vida.

Lo sabía, sí, siempre lo supo, pero, así como cuando alguien dice que hoy se tropieza y mañana se aprenderá a correr, o como si dijera que las tareas son complicadas hoy pero luego vendrá la graduación.

Así, lejano, simple.

Pero la realidad caía encima; cursaba sus diecinueve años y la reina seguía hablando del príncipe de Charlesburg desde los diecisiete.

Jazmín seguía diciendo que no.

La reina seguía hablando de boda.

Quien las viera sabría que la terquedad pesaba más que la corona.

La joven solía cuestionar: ¿Cómo era posible que semejante decreto tuviera más peso que la contemporaneidad del nuevo milenio? No hacía mucho que el calendario marcó el inicio del año dos mil.

Era como vivir una época fuera del palacio y otra distinta, conservadoraa más no poder, al interior del mismo.

La situación empezaba a colmar la poca paciencia de cada una.

―No puedo más con esto, estoy cansada de la misma conversación contigo, Jazmín. —La reina resopló sin abandonar la recta postura de sus hombros. Se mantenía impecable, con la mirada dura detrás del escritorio de su impresionante estudio.

―No sé en qué otro idioma decirlo, y sabe, su majestad, que domino seis —habló despacio, con el ceño fruncido y el corazón acelerado.

―No te burles de mí. —Pestañeó por encima de sus ojos oscuros de rabia. Portaba casi setenta años, pero tenía el temple firme. Los cabellos se mezclaban entre blancos y castaños; brillaban lacios y peinados en un moño bajo enrollado en la nuca.

―No quiero casarme —afirmó tajante. Su voz era dulce pero su determinación imperturbable.

La reina no quería perder la compostura, apenas tomó aire para continuar.

―Los preparativos comenzarán, Jazmín —se levantó y como un resorte la imitó su nieta al otro lado del gran tablero—. Eres la princesa de Marlenia y tienes un deber que cumplir.

―Una tradición obsoleta. ¡Por eso mi padre decidió huir! —Apenas pudo contener la fuerza en su garganta.

―No quiero pensar que estás por perder la delicadeza —dijo ante toda respuesta, era difícil controlar las emociones ante los recuerdos—. Tu padre... —Tomó aire—. Fue muy joven e impulsivo. Su abrupto matrimonio no es un ejemplo que debas considerar.

―Sé la historia, su majestad. Sé que papá se enamoró de una plebeya y que no lo aprobó. Sé, también, que huyeron conmigo en el vientre, sé que se casaron a escondidas...

―Basta. Es inútil repetir lo obvio. —Y ofuscada avanzó por el brillantísimo lugar, enfrentando de cerca a la joven.

―Me he criado en este palacio desde los primeros días de nacida. Este mundo, usted... es todo lo que conozco.

No aceptoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora