19. Flores secas y miles de estrellas

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Capítulo 19: "Flores secas y miles de estrellas"

Oliver nunca había visitado los suburbios de San Francisco. La música que sonaba desde la radio le transmitía un sentimiento alegre que no se vio opacado en ningún momento. Si tan solo su padre lo viera. En un coche que no fuera limusina, oyendo música que lo invitaba a mover cada parte de su cuerpo. Al pobre viejo le hubiera dado un infarto.

Sintió la intensa mirada de Ryan que le observaba de reojo y sonrió enternecido, pensando en la cara de bobo enamorado que muy probablemente tenía pintada.
Se había acostumbrado tanto a ser la prioridad en la mente del rubio que temía volverse dependiente de él. Como una droga que se vuelve cada vez más irresistible a medida que aumentas sus dosis. Pero no había manera de negarlo ya, el sentimiento era recíproco y admitía con honestidad que el otro también rondaba su cabeza a todas horas.

El auto se detuvo de pronto frente a una casa cuya fachada mostraba los ladrillos al desnudo, una escalera que conducía a la puerta principal y macetas con diversidad de cactus en el alféizar de cada ventana en ambos laterales.

—No es como las casas que acostumbras a ver en el centro, pero es lo más decente que encontrarás por aquí.

Oliver asintió sin decir nada. La zona era pacífica, majestuosa y verde. Quizás el hecho de que no fuera una ciudad acostumbrada a las nevadas hacía que no se sintiera el invierno en realidad. Las veredas tenían pastos sanos y árboles que ya habían perdido todas sus hojas, pero ni una sola capa de escarcha. Como si permanecieran en un otoño eterno y pegaran un salto hacia la tan ansiada primavera.

—¿Es la casa de tus padres?

En efecto, cuando los dos llegaron al pórtico, Oliver pudo divisar el apellido de los Davies pintado a mano sobre un letrero de madera tallada, justo por encima del timbre.

—¿Por qué estamos aquí, Ryan? —inquirió sin poner mucho esfuerzo en ocultar su curiosidad.

—Ya verás.

Del bolsillo de su chamarra sacó una llave vieja, la introdujo con cuidado en la cerradura y dio dos giros en sentido contrario a las agujas del reloj. Antes de abrir, le dirigió una mirada tranquilizadora a Oliver. No supo si ayudó en algo porque el menor no despegó ni por un segundo sus brillantes ojos de la madera que lo separaba de su destino. Sin más preámbulos, entraron.

Un aroma a galletas invadió las fosas nasales del joven Fields, transportándolo a aquella época en la que su abuela solía prepararle sus favoritas los fines de semana que iba a visitarla. La entrada era más acogedora que cualquier rincón de la enorme vivienda de sus padres y un calorcito abrazó su cuerpo a medida que se adentraba más en la sala. Sintió algo de envidia recorriendo sus venas. Le hubiese encantado haber disfrutado de una experiencia así durante su infancia y no el terrible frío de un hogar vacío que le calaba los huesos. Un invierno que parecía durar para siempre.

—¿Estás bien? —Oliver lo miró, su nariz de botón se había tornado de un color rosáceo por el viento helado del exterior—. Te noto callado.

—Solo recordaba algo —les quitó importancia a sus recuerdos, ignorando la expresión dudosa del rubio—. ¿Vinimos a ver a tu padre?

—No, papá está en la ciudad ahora mismo dando una entrevista.

—¿Te sabes sus horarios de memoria? —preguntó, incrédulo.

—Como si tú no supieras los de Albert —contestó con burla—. Mi papá se unió a la política hace unos meses y ya me sé toda su rutina. No me digas que tú no sabes qué hará el tuyo hoy, mañana y lo que resta de la semana, si el tipo se dedica a esto desde antes que nacieras.

Fuego en fuego [✔️]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora