Mi tragedia griega comenzó con una conversación inocente, cuyas repercusiones no hubiera podido calcular ni sospechar en su momento.
Una tarde cálida de miércoles, una compañera con la cual ni siquiera me llevaba tan bien, me preguntó si podía acompañarla al auditorio a una conferencia sobre intercambios estudiantiles. Ella tenía curiosidad, pero no quería asistir sola.
Era mi última clase del día y Camilo todavía tenía dos módulos más en su calendario, lo cual significaba que yo tenía una hora con cincuenta minutos para matar, así que acepté acompañarla.
Durante la hora que duró la presentación, el encargado del programa de intercambios nos habló sobre las maravillas culturales que significaba vivir una aventura como esa; nos enseñó videos de lugares como Finlandia, Escocia y Japón, en los que se veían paisajes preciosos, y nos detalló el sistema de equivalencias que se utilizaría para estandarizar las calificaciones.
Y, por supuesto, dejó lo mejor para el final: la lista de requisitos para ser considerado.
Yo cumplía con todos.
Por mi mente nunca había cruzado la idea de ir a ningún lado. ¡Por Dios! Si yo no planeaba ir ni a la esquina si eso no incluía a Camilo; pero por culpa del destino o de la casualidad, estuve ahí esa tarde para enterarme de que existían sesenta y tres escuelas, repartidas en catorce países, esperándome con los brazos abiertos.
Al concluir su presentación, el encargado del programa nos invitó a quedarnos si estábamos interesados en obtener más información. Mi compañera se puso de pie y comenzó a caminar hacia la salida.
—¿No vas a quedarte? —le pregunté, señalando la mesa que estaba llena de trípticos.
—No —Se encogió de hombros mientras negaba con la cabeza—. No cumplo varios de los requisitos, esto fue una pérdida de tiempo. Disculpa que te haya arrastrado hasta acá para nada.
—No te preocupes —Le aseguré—. Voy a quedarme un ratito.
—Nos vemos luego —dijo antes de marcharse.
Comencé en la esquina derecha de la mesa. Mi mirada danzaba entre las fotografías de universidades que estaban en países lejanos, y soñaba con esos paisajes que acababa de ver, a sabiendas de que mis padres jamás me permitirían dejar el continente.
Sin embargo, cuando llegué a las de Estados Unidos y Canadá, el corazón se me aceleró un poco. El flechazo real llegó al ver la fachada del edificio principal de la Universidad McAllister en Toronto: el campus estaba constituido por un conjunto de edificios de estilo románico y otros más de estilo gótico del renacimiento.
Aquello fue amor a primera vista.
—¿Encontraste algo que te guste? —preguntó el encargado del programa, acercándose después de despedirse de los dos alumnos con los que había estado charlando.
—Sí —respondí antes de darme cuenta de lo que estaba diciendo.
Un rato después, salí del auditorio con un paquete de formularios que tendría que llenar y una lista de los documentos que tendría que reunir si quería aplicar para el programa. Lo metí en la parte más recóndita de mi mochila y corrí a la cafetería para encontrarme con Camilo, que ya debía estar saliendo de su última clase.
El resto de la tarde, mientras hacíamos la tarea, yo no podía concentrarme, solo podía pensar en lo bella que se veía esa universidad en las fotos del tríptico.
Esa noche, antes de dormir, entré a su sitio web para ver más fotos y leer sobre su programa de estudios de la carrera de Arquitectura.
Al día siguiente, mientras estaba sola en la cafetería, saqué la lista de documentos y comencé a leerla: copia del pasaporte, certificado de salud, Curriculum vitae, y nueve documentos más... ninguno era difícil de conseguir.
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Sólo a ella | #PGP2024
Romance(LGBT) Eva siempre ha creído tener el control absoluto de su vida, un equilibrio aparentemente perfecto entre su relación con Camilo, la frágil armonía de su familia y los retos de su carrera universitaria. Pero todo cambia cuando una fuerza irresis...