Capítulo 45: La represalia de la hija

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Si se ha fijado bien en mi historia, jamás me ha escuchado decir que yo iba al volante cuando le he descrito mi desplazamiento de un lugar a otro; siempre eran Camilo, Ana, Gustavo, mi papá o el taxista.

Hay una razón detrás de ello: tengo una aversión brutal a los vehículos; no a viajar en ellos, únicamente a conducirlos. Gustavo y las gemelas recibieron clases de conducir cuando cumplieron diecisiete años respectivamente. Cuando yo llegué a esa edad, me negué rotundamente a que mis padres tiraran su dinero a la basura pagando clases para mí.

Camilo insistía constantemente en que era una tontería que yo no supiera manejar, así que se dio a la tarea de enseñarme en contra de mi voluntad. Me dio lecciones en el auto de su mamá y en la camioneta de su papá; en el tractor de su tío y en una cuatrimoto que sus primos usaban cuando iban de vacaciones al puerto.

Yo odié todas y cada una de esas experiencias; padecí cada instante de ellas, pero aprendí. Sé manejar, pero detesto estar detrás del volante.

Aquel día, después de haberme marinado por horas en la repetición infinita de las palabras de odio de mi papá, sentí sed de venganza. Quería lastimarlo donde más le doliese y sabía que la única forma de lograrlo, era desapareciendo temporalmente el auto que tanto amaba.

El Jaguar XK-E de mi papá, era un auto convertible que había sido fabricado en 1963; tenía un motor de seis cilindros, caja de cuatro velocidades y suspensión delantera y trasera independientes; tenía un precioso volante de madera, asientos de piel y un panel con aproximadamente diez interruptores. Era un auto bellísimo, perfectamente conservado como si acabase de salir de la fábrica.

Además, era el gran orgullo de mi papá, la primera cosa material que se compró cuando su despacho comenzó a producirle grandes cantidades de dinero.

Me tomó el día entero planear mi venganza, la cual iba más o menos así: esperaría a que cayera la madrugada, iría a casa de mis papás y me robaría el auto. Llegaría con él hasta el kilómetro veinticuatro de la carretera a Progreso, lo sacaría del pavimento y lo conduciría por la grava. Rayaría la pintura con las llaves; toda la pintura, esa que mi papá pulía con dedicación y cuidado, cada fin de semana, religiosamente.

Le pasaría la llave de ida y regreso tantas veces como las fuerzas me lo permitieran. Luego llenaría el interior con tierra y grava. Me llevaría un cutter conmigo y cortaría los asientos de piel en tiritas. Reventaría los cristales con rocas. Quizás usaría esas mismas rocas para rayar más la pintura y abollar la carrocería. Dejaría el auto ahí abandonado, aún si eso implicaba tener que caminar de regreso a la ciudad, porque seguramente ningún taxista estaría dispuesto a ir tan lejos, en plena madrugada, para recoger un pasaje.

Era tan fuerte mi deseo de venganza, que no me importaba tener que sufrir el terror que me ocasionaba estar al volante, con tal de estrujarle las tripas a mi papá por unas cuantas horas.

A las dos de la mañana, mientras estaba en el taxi que me estaba llevando a casa de mis papás, recordé todos esos domingos por la tarde que mi papá pasó puliendo la carrocería roja de su Jaguar, con delicadeza y paciencia; mi papá veneraba ese pedazo de hojalata... y yo iba a destrozarlo.

Al llegar a su casa, abrí la reja, luego la puerta principal y me apresuré a apagar la alarma. No tuve que encender las luces para encontrar las llaves del Jaguar, ya que siempre estaban en el mismo lugar: la tercera posición del portallaves que colgaba de la pared.

Tomé el juego de llaves y cerré la puerta de la casa sin volver a poner la alarma. Abrí las rejas de la cochera de par en par y subí al auto. El motor cobró vida con un rugido amortiguado, sereno y elegante, como el de un felino ronroneando.

Sólo a ella | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora