Capítulo 7: El libro de Salmos de doña Ninfa

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La luz de la mañana inundaba la habitación cuando la alarma del celular comenzó a sonar. Con los ojos cerrados, mi mano se desplazó por debajo de las almohadas, buscando a tientas, el infernal aparato.

Mis dedos chocaron contra algo tibio y suave; algo que mi cerebro catalogó inmediatamente como piel. Abrí los ojos y la luz del día me cegó por un instante. Varios parpadeos después, cuando mis pupilas por fin se adaptaron a la claridad deslumbrante, me llevé un susto tremendo: Ana estaba durmiendo a mi lado... sin blusa.

Aparté la mirada de inmediato.

—¿Quieres apagar esa porquería? —Ana abrió los ojos a medias.

—Creo que está debajo de ti —dije tratando de mantener los ojos en su rostro, pero sintiendo unas ganas inexplicables de mirar más abajo.

—¿Es eso lo que se me está clavando en las costillas?

—Probablemente.

Ana metió la mano debajo del costado izquierdo de su cuerpo y sacó mi celular. Lo apagué rápidamente, intentando no ver más piel que la que acababa de captar de reojo. Fue más o menos entonces, cuando noté que la parte superior de mi cuerpo tampoco estaba cubierta.

Ana se incorporó casi violentamente sin dejar de mirar mis senos. Me cubrí con los brazos instintivamente.

—¿Qué...? —Los ojos de Ana no se apartaron de mi torso.

—Tú estás igual —La señalé con un movimiento ligero de mi cabeza. Dándome por fin licencia para mirarla, sabiendo que ella me observaba de manera indiscriminada.

Ana bajó la mirada, encontró sus senos al aire y reaccionó del mismo modo que lo había hecho yo.

—¿Qué...?

—No sé —aseguré—. No recuerdo nada.

—Yo tampoco —ella se llevó una mano a la cabeza.

Después de un instante de silencio incómodo, me puse de pie, recogí mi blusa del suelo y me la puse. Ana permaneció inmóvil.

—¿Puedes manejar? ¿Podrías llevarme a Mérida? Todavía llego a misa si me apuro.

—Sí —asintió apenas.

—Gracias —dije, antes de apresurarme hacia el baño.

En el baño, me desnudé en un instante y me metí bajo el agua fría de la regadera. Al contacto con el chorro helado, mi cabeza obtuvo alivio al dolor y las palpitaciones que la habían estado taladrando desde que sonó el celular.

Cada centímetro de mi cuerpo agradeció esa ducha. Coloqué ambas manos sobre la pared, arqueando la espalda para dejar que el agua corriera sobre ella.

Entonces vinieron algunos recuerdos quebrantados: besos apasionados, mis manos acariciando el cuerpo de Ana, sus labios en mi piel.

Abrí los ojos y me erguí, asustada; mi respiración se agitó como resultado. Las punzadas regresaron a taladrarme la cabeza.

—No, no, no... —dije para mí misma, acariciándome las sienes.

Cuando regresé a la habitación, Ana estaba dando vueltas de un lado a otro, tensa; su rostro, horrorizado. Al verme, detuvo su vaivén silencioso.

La miré sin decir nada.

—¿Ya te acordaste? —preguntó, temiendo mi respuesta.

Asentí.

Ana se convirtió entonces en lo más parecido a una actriz interpretando un personaje de Woody Allen.

—Yo... es que... no puede ser... nosotras... yo no...

Sólo a ella | #PGP2024Donde viven las historias. Descúbrelo ahora