Capítulo I.

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En algún lugar en Belleville, New Jersey.

New Jersey, tan fría y lúgubre como lo suele ser durante el invierno. Apenas marcaban ser las seis de la tarde, y el cielo estaba de un tono grisaseo oscuro, con unas cuantas nubes blancas y grises adornándolo. La temperatura estaba cerca de los veinte grados, lo cual era un tanto extraño, ya que hacía un par de semanas que no pasaba de los quince.

Cerca de Belleville, un jóven de veintiséis años de edad, se encotraba en su departamento de soltero, arreglándose para ir "de visita al doctor".

Terminó de ducharse, y salió completamente desnudo del baño hasta la cocina, con una cara de pocos amigos. Al estar frente al refrigerador, abrió la puerta, y segundos después la cerró sin haber sacado algo. Había olvidado qué quería. Un tanto molesto, caminó un poco más y entró a su habitación. Al lado de la cama había un espejo de cuerpo completo, en el cual solía verse y gritar cosas en contra suya. Como era costumbre, lo hizo, caminó hasta estar frente al dichoso espejo.

Se observó en el espejo de pies a cabeza, cuidadosamente. Su piel era realmente blanca, su cuerpo estaba en forma, su cabello era un poco largo y lacio, negro como la noche y estaba realmete alborotado —como solía estarlo—, sus ojos eran de tamaño medio y color esmeralda adornados con unas largas y rizadas pestañas, nariz respingada y un poco pequeña, cejas gruesas y marcadas.

Su piel no tenía ni tatuajes ni perforaciones, pero lo que sí tenía éran cicatrices, muchas cicatrices. La mayoría provocadas por él. Las más grandes y notorias se encontraban en su abdomen, antebrazos, y muñecas; aunque también tenía otras más pequeñas en su cuello y piernas. Era bueno ocultándolas; las más obvias —como las del cuello— las solía ocultar con un poco de maquillaje especial para poder salir cómodamente, y las otras las tapaba con su ropa.

Luego de observarse con asco y miedo un poco más en aquél espejo de un metro ochenta, comezaron a surgir las ofensas de su boca.

—¡Marica! —gritó molesto.

Aunque esa palabra había salido de su boca, pareció afectarle, como si se lo hubiese dicho alguien más. Miró los ojos del reflejo, y unas cuantas lágrimas salieron de sus ojos.

—¡Cállate! —respondió con los dientes ligeramente apretados.

Dio media vuelta lleno de rabia, y caminó hasta su clóset. De ahí sacó un pantalón negro de vestir, una camisa de manga larga blanca, un abrigo grande para cubrirse del frío, una corbata del mismo color que el patalón, y unos zapatos de vestir ya viejos. Arrojó todo a la cama, y secó sus lágrimas, para luego ir a otro cajón y tomar ropa interior.

Se colocó rápido todo lo que había escogido, y luego de mirar pensativo el piso por unos segundos, se levantó de la cama y se miró nuevamente en el maldito espejo. En serio odiaba cómo lucía. Odiaba la corbata. Odiaba los zapatos. Odiaba el abrigo. Odiaba lo rebelde de el cabello. Odiaba esas ojeras. Se odiaba.

Dijo otro par de maldiciones al reflejo, y salió del departamento; no sin antes haber tomado su anticuado teléfono y su desgastada billetera casi vacía.

Durate el camino, había parado en una cafetería, y compró un café grande negro, para tratar de calmarse un poco. El café siempre causaba eso en él: lo tranquilizaba. Caminó a paso rápido sin cesar a lo largo de dos inmensas calles, pero al momento de doblar hacia la derecha en una esquina, chocó con algo, o, mejor dicho, con alguien. Aquella persona había caído encima él, haciéndolo derramar el café que llevaba en una mano sobre la acera.

—Auch, imbécil, mira por dónde caminas —se dirigió al otro hombre.

—Disculpe, Señor —se levantó de sobre él.

Trastorno de Identidad [TID]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora