Capítulo XIV.

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El hombre de cabello azabache estaba muy inquieto, daba golpes con la punta de su pie izquierdo al suelo del elevador con un ritmo desesperante y miraba de reojo a la enfermera cada tres segundos. Cheech se encontraba aún más nervioso en esos momentos, era como si el joven —quien lucía terrible y como si apenas unos segundos atrás hubiese tenido un accidente—, de mirada curiosa, le transmitiera su mala corazonada. Ni siquiera sabía realmente cuál era el problema que estaba a punto de atender, o si la razón del nerviosismo del pelinegro estaba relacionada con las suyas.

—Heridas de bala —apenas escuchó a Romina, una mujer de mediana edad, con tez morena además de ojos y cabellos oscuros, enfermera desde hacía veinte años, y su compañera de trabajo desde hacía casi una década.

Su pequeño comentario deshizo el silencio tormentoso que existía en el elevador, pero puso al mismo tiempo el aire aún más tenso. Dirigió los ojos hacia el hombre delante de ellos, y luego de unos segundos notó que había dejado de moverse en su totalidad, únicamente sus hombros se encogían con pesar, indicando su profunda y entrecortada respiración. Cheech tragó saliva; definitivamente estaba ahí porque conocía a su próximo paciente.

—¿Está muy grave? —preguntó para saber un poco de la situación. Después de todo, lo habían llamado a urgencias de manera imprevista, como lo hacían siempre, y necesitaba estar informado de lo sucedido.

—Eso me temo. Ha tenido un par de ataques en la cirugía durante la última medio hora.

—¿Qué clase de ataques?

—Convulsiones.

El doctor Iero se quedó pensativo, tratando de descifrar qué tenía el muchacho que iba a operar dentro de unos minutos. Soltó el aire de sus pulmones y miró a Romina.

—¿Golpes en el cráneo?

—Un par.

—Ya sé qué sucede —dijo él victorioso, esperando que la cirugía durara poco—. ¿Nombre del muchacho?

Romina sonrió de medio lado, Cheech siempre preguntaba eso por alguna extraña razón. Luego de unos segundos de buscar en los papeles que tenía en las manos, levantó la vista y respondió:

—Frank —en casi un susurro. Algo estaba mal con los documentos. «Frank Iero, 20 años», leyó la letra de una de las pasantes, quien se había hecho cargo del papeleo de esa noche. Sabía quién era, lo conocía de años, pero prefirió quedarse con la boca cerrada, evitar distracciones de último momento. Creyó que era innecesario decirle a Cheech que su hijo mayor, el único que quedaba, el adolescente fugitivo, estaba en el quirófano, esperando que su padre lo salvara.

—Ese nombre siempre me ha gustado —comentó con un tono triste, posiblemente pensando en el pequeño Iero más grande.

Las puertas del ascensor se abrieron pasados otros fríos segundos, dejando salir a los doctores al momento para ir a realizar sus actividades sin más preámbulo. Ambos notaron que el pelinegro los seguía, pero era lo de menos en ese momento.

Iero inercambió un par de diálogos con la enfermera, y luego la dejó sola con el joven hombre, entrando rápidamente al quirófano. Después de haberse colocado su ropa azul, guantes, gorro y demás cosas, entró a la enorme habitación llena de luz y con olor a anestecia.

Dirigió su mirada al momento de entrar en el quirófano hacia la camilla y se quedó helado. Romina estaría en problemas por no haberle dicho quién era el paciente. Inmediatamente los recuerdos llegaron a su mente, tanto buenos como malos. Sin darse cuenta, su corazón se había acelerado a tal grado que podría sufir un paro cardíaco y lágrimas espesan brotaban de sus ojos y recorrían lentamente sus mejillas.

Trastorno de Identidad [TID]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora