Soledad de añejos dulces

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APARECIÓ de pronto un día.

No sabía su edad, pero recordaba todo lo que había hecho en su vida. Se arreglaba cuanto podía, se maquillaba con polvo para hornear y se pintaba las cejas con colores de madera que chupaba afanosamente para sacarles más color. Vecina de la quinta que pertenecía a Los Azcárraga, desde su llegada salía a la calle, se sentaba en la banqueta y, mientras bordaba o hacía alguna tarea parecida, nos echaba porras mientras jugábamos a gol-para en el portón principal de los adinerados vecinos.

Desde el principio se hizo conocer de todos, daba consejos de cocina a diestra y siniestra y charlaba largas horas sobre las andanzas de su esposo cuando recorrió el país en un veloz ferrocarril viajando con las tropas adictas al general Álvaro Obregón.

Natalita vivía tan sola, que la mayoría de los vecinos la abrumaba llevándole comida, ropa o cualquier otra cosa que supusieran pudiera necesitar y, para sorpresa de todos, almacenaba todo con enorme gratitud para evitar que fuera a gastársele.

Platicaba con todos y de todo. A los niños les narraba historias de los héroes anónimos de la revolución, a las mujeres las llamaba misteriosamente y les mostraba sus enormes paquetes de cartas perfumadas, todas ellas llenas con la apretada y deslucida caligrafía de su ferrocarrilero-soldado, en las que le declaraba su amor, le juraba su fidelidad y le aseguraba su pronto regreso.

Nunca le importó la moda o la conveniente combinación de colores o prendas, se ponía lo que le aconsejaba el frío o la lluvia y mezclaba de manera extravagante sus faldas, los pantalones de su difunto marido y enfrentaba las burlas de los transeúntes con un par de bastonazos o, si estaban fuera de su alcance, con la más vulgar de sus expresiones:

- ¡Ande mi culo caliente, chingue a su madre la gente!

Lo cierto es que la anciana mujer no hacía caso de los convencionalismos sociales, pues más de una vez se le vio en plena calle, despojarse de los masculinos calzoncillos porque ya la tenían "harta" y en ello escandalizaba a más de uno entre quienes se cruzaban con ella. Mientras tanto, ella los guardaba en la bolsa del mandado sintiéndose cada vez más cómoda.

Cierta tarde, la ebriedad de un hombre vino a llamarse desgracia, pues escogió nuestra calle para bailar y cantar a la lluvia en un trance inducido por algo más que el alcohol. Sus destemplados gritos atrajeron a todos, incluida Natalita, quien como pudo, se subió a la estufa para alcanzar los respiraderos de su cocina y poder verlo sin abrir la puerta.

Cuando ya los autos se agolpaban junto al individuo que permanecía sentado obstinadamente en el pavimento, alguien llamó a la policía y los agentes lo arrastraron hasta una patrulla con todo y sus botas de cabeza de víbora, sus gruesas patillas y su largo cabello para llevárselo tras veinte minutos de canto enardecido y baño silvestre.

El concierto de bocinas frenéticas e injurias se fue acallando con lentitud y el silencio de siempre regresó a la calle. Un estrépito en la casa de enfrente hizo palidecer a quienes conocían la identidad de su única habitante.

Pero ya era demasiado tarde. Natalita, asustada al ver al que así cantaba, resbaló de su estufa y cayó al suelo lastimándose gravemente. Como de la nada, Jorgito, su sobrino -un arquitecto que la tenía abandonada y sola en aquel sitio- vino por ella con una ambulancia y la anciana desapareció de pronto y para siempre, internada en un lugar donde, había dicho el arquitecto, pudieran protegerla hasta de sí misma.

Crónicas de la ciudad TlahuicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora