ENTRE LA MANADA DE CERDOS
Y LA FASCINACIÓN DE FUMAR CON EL DIABLO
TIENE LA PUPILA brillante, obsesiva y tibia. Hay en sus ojos la misma fascinación de cuando era pequeño, de cuando miraba cómo el agua caliente hacía su lenta conquista de un montoncillo de azúcar. Si, tiene la misma fascinación, a pesar de que sus huesos se duelen a causa del frío y padece de todos los achaques de los que siempre se quejaba su abuelo.
Mira un cigarro que frente a él se consume solo en el cenicero, lo contempla desgranarse rescoldo a rescoldo ante sus ojos, envueltos hoy en esa humedad anciana, muy emparentada con la ceguera y con la muerte. Aunque nadie puede verlo, hay alguien que se lo fuma con lento disfrute.
Don Artemio tiembla no de frío, sino de soledad. Tiembla igual que su propia sombra bajo la luz de las velas mortuorias que, fabricadas por él mismo en casa, sustituyen la ofrenda que siempre se preocupó de confeccionar amorosamente cada primero de noviembre para recordar a sus padres, los tíos y todos los otros muertos de su casa a los que por lejanos en generaciones ya ni siquiera recuerda.
Fuera de su casa se escuchan las voces de la gente que pasa en interminables procesiones visitando los altares de los demás. Todo Ocotepec anda en las calles y muchos hablan de él, ahí con su mesa en el patio, con los jarros humeantes de café de olla y hablando y fumando como si tuviera compañía.
No le importa que hablen.
- Desde que murió Doña Clarita ese viejo está dejando caer la casa a pedazos, es lo único que sabe hacer, oiga...
- Si pues, y'asta habla solito de puro borracho que siempre anda.
Él nada más escucha la forma en que lo condenan sus vecinas sin siquiera concederle el beneficio de bajar la voz en su presencia. Las observa con disimulo y se aparta. Sabe que lo odian porque están vacías, porque ni sus hombres ni sus hijos pueden ahogarles tanta soledad como llevan dentro.
Además no arregla la casa porque ya no hace falta, ha dejado que el adobe se gaste, que los polines se agrieten, que la puerta de doble hoja se vaya descuadrando, que el patio se llene de hierba y que sus animales se vayan a los corrales de los vecinos para no morirse de abandono.
Don Artemio sabe que quienes se la pasan hablando, no son gente, sino cerdos, por eso los deja ir y venir de un lado a otro del pueblo comiendo inmundicias, hablando necedades. Sabe otra cosa también: está completamente solo en ese pueblo donde ya hay muchos nuevos, donde ya casi nadie conoce a nadie. Está solo ahí y quizá en el mundo.
Siempre estuvo solo de hecho. Nació así y siguió solo en los años que su nombre no llevaba ese desgastado y rutinario "Don" que ahora le dan la gente y los cerdos. Ya estaba solo y dejó de estarlo cuando conquistó a Clara y la unió a él por todas las leyes, menos solo estuvo después, cuando sembró a Roberto en ella.
Sigue mirando. El cigarro se consume solo frente a él, mientras el suyo arde atrapado entre el índice y el medio de su mano izquierda obedeciendo a las chupadas que le da. Ahora está solo otra vez y se acuerda, como siempre.
Cuando la jornada se moría junto con el sol, regresaba a su casa, a su Clara, y cenaba obediente su café, sus frijolitos con salsa, sus tortillas del comal y después se quedaba dormido.
Entonces soñaba.
En cada sueño se sorprendía a sí mismo en la antiquísima iglesia del pueblo con su ropa de domingo, pero en lugar de sus gentes de siempre, un terrible rebaño de cerdos ocupaba las bancas.
Y los cerdos rezaban fingiendo la fe, eran cerdos mujeres, cerdos niños, cerdos ancianos y el cerdo que bendecía en latín vestido con la sotana. Y él, en su sueño, cerraba los ojos para que los cerdos se fueran. Abría los ojos y ellos lo miraban con sus ojos de carbón puesto en anafre. No lo querían. Nunca lo habían querido.
Por eso fue a hacerse una limpia con Doña Felicia, la de Ahuatepec y ella le había dicho que eso era una señal del Señor, que le decía que era el único santo de Ocotepec y era diferente al resto de los pecadores. Doña Felicia lo sabía todo cuando hablaba con Dios en la lengua de Cristo, que le brotaba de pronto en su boca sin que ella pudiera hacer nada.
Desde que Artemio se supo distinto, decidió proteger a su santa familia, por eso ya no dejó que Roberto jugara con los hijos de los cerdos y encerraba a su Clara todo el día mientras él estaba sembrando allá fuera y les pegaba si se atrevían a escaparse.
Después Clara decidió irse con Roberto en los brazos y él se quedaría solo a pelear con los cerdos. Quizá si los mataba, Clara podría regresar con el niño y entonces, juntos...
Una mujer de 23 años de edad aproximadamente, murió en la Glorieta de Tlaltenango esta tarde al golpearse fuertemente la cabeza contra un poste de alumbrado público mientras viajaba en el estribo de un autobús urbano de los conocidos como 'Chapulines'.
Clara García Cuevas es el nombre de la víctima y era originaria de Ocotepec, Morelos. Madre de un pequeño, de acuerdo con datos proporcionados por Mariana Estrada, vecina suya, quien además informó que ambas viajaban hacia...
El recorte amarillento se mueve con el aire y lo mira desganado. Se lo sabe de memoria. Lo mira como prenda única de su desnuda ofrenda compuesta por tres veladoras: una por Clarita que ha muerto, dos: por Roberto, quien crece entre los cerdos como si fuera uno de ellos porque se lo quitó el gobierno, y la tercera es para su amigo el diablo, el único que lo acompaña siempre y sin compromiso. Además se la dedica porque es el único difunto al que nadie le pone su veladora.
Fuera, en medio del frío y de los cánticos infantiles que dicen que La calavera tiene hambre... Don Artemio oye platicar a los cerdos. Van y vienen de barrio en barrio, toman café o ponche con piquete, los oye cantarles corridos a sus muertos y casi los ve llevando sus ceras adornadas con negro papel de china como ofrendas de visita.
Los niños siguen cantando su ¿No hay un taquito por a'í? No se lo acaben todo, guárdenme la mitad. A ellos a veces los ve normales a veces como cerdos pequeños. Taco con chile, taco con sal, la calavera quiere cenar... ¿cómo se convertían los niños en cerdos?
Sabe que todos se burlan de él.
A Don Artemio no le importa saber que le tienen lástima, que lo odien por lo de Clarita, que le tengan miedo por verlo platicando con el diablo e invitándole un cigarrito.
Ahora sus ojos le lloran como nunca porque cada noche vuelve a soñar con los cerdos, pero él ha muerto y lo llevan a enterrar en su petate y lo dejan junto a la tumba de Clarita. El cerdo vestido de negro gruñe unas oraciones y los demás gruñen en coro repitiendo lo que dice. Al final de la procesión luctuosa, muy apartado y discreto, su amigo el diablo sigue la comitiva con una veladora en la mano y lágrimas en los ojos.
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Crónicas de la ciudad Tlahuica
Ficción GeneralCada ciudad tiene personas que la definen. La ciudad Tlahuica es ejemplo de ello. En este libro, Juan Pablo Picazo mezcla la fuerza de su experiencia como reportero y observador de la realidad, con su talento narrativo y nos entrega una colección de...