Oficinauta

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COMO SIEMPRE, buscó entre sus llaves la correspondiente a los baños. Tomó La ciudad, su diario preferido de ocho páginas y se encerró a leerlo con un placentero cigarro extralargo en los labios. Dicharachos y decires, la columna que firmaba El Reportero Cantarín, le fascinaba porque hacía escarnio de las verdades de los funcionarios tal y como alguien del pueblo se las diría, hasta con medias palabras si era necesario, para hacerlos enrojecer de ira y vergüenza. Al fin y al cabo, ése era el poder de la prensa, o eso decían algunos de los amarillistas que leía.

Estar ahí, completamente solo y disfrutando de los rumores que hinchaban cada día los pasillos de las oficinas gubernamentales, los sectores policíacos y el mundo del espectáculo era como el Edén, pensaba. En realidad, él consideraba que ese "escapito" era apenas el justo y merecido descanso para sus septuagenarios huesos, con los que debía atravesar media Cuernavaca desde la sureña y suburbana colonia Alta Palmira de Temixco en una abarrotada ruta 12 para llegar a su oficina, donde por fin podía apartarse un poco de las muchas responsabilidades que entrañaba la posición de patriarca en su numerosísima familia.

Hora y media después, sin inmutarse ante los constantes golpes y desesperados juramentos tras la puerta del baño y en entendimiento del mundo por su posesión de las noticias del día, lavó muy prudentemente sus manos, echó una mirada de reconocimiento general a su oficina, ese amado cuarto de tres por cuatro donde, además de los tres escritorios, los dos archiveros y las sillas, tenía un pequeño refrigerador, la televisión y el rincón donde se acumulaban en columna los periódicos con mayor velocidad que el polvo.

Ese día estaba radiante. El Reportero Cantarín había tenido a bien ocuparse de él. Lo llamaba personaje ilustre de la patria chica, estudioso distinguido, motor de toda la cultura morelense y encomiaba su labor como sostén de tradiciones cívicas como los juegos florales, las posadas de los barrios y los concursos de cocina, de belleza y de tejido en las colonias de la capital morelense, sin olvidar los certámenes en que se elegían reinas para todo tipo de lugares fechas, oficios y ocasiones.

Además, el autor de Dicharachos y decires hacía memoria de su abuelo paterno, airoso presidente municipal de los tiempos oscuros de recién terminada La Bola, quien estando en su cargo, fue motivado a escribir los muchos y muy sensibles himnos para su estado del arroz y de la caña, de los eternos bigotones con cananas cruzadas en el pecho.

Animado por semejante lectura, se rascó la calva, se alisó el poco pero bien envaselinado pelo que todavía tenía y, sonriente, comenzó a recordar en voz alta sus primeros días de trabajo para sobrevivir a la cólera paterna. Comenzó con su relato y su verdaderamente cautivo auditorio, secretaria y secretario particular, cruzaron miradas llenas de zozobra implorándose ayuda silenciosamente.

Entró a trabajar como castigo.

Su padre lo puso al servicio de una dependencia municipal para alejarlo de sus amigotes porque lo distraían mucho del estudio -que en realidad ya había abandonado hacía tiempo- y lo emborrachaban. Más tarde y con depuradas técnicas simulatorias, él emprendería el perfeccionamiento de su duro oficio como catador consuetudinario con una muy asombrosa aplicación, sólo que ahora -por obra y gracia de su propio padre- tenía mejores maestros que a la sazón, eran su jefe y compañeros de oficina.

Al principio lo tenían limpiando los zapatos de los jefes de merito arriba, cada mañana le entregaban una lista con veinticinco nombres de quienes, una vez satisfechos con su trabajo, firmaban de conformidad. Entraba y salía también con múltiples encargos oficiales y domésticos y a veces, hasta estacionaba coches.

Una vez untó la parrilla de un muy codiciado Maverick contra el poste de la esquina, estaba bebido todavía y ello le valió la enemistad perpetua del Amo y Señor del Departamento Municipal de Adquisiciones y con ella, la pérdida de su trabajo.

Para evitar responsabilizarse ante nadie por lo sucedido, decidió repentinamente estudiar inglés y probar suerte en los Estados Unidos. En Texas, aunque comía mal, dormía peor y era casi un nómada de albergue en albergue, enviaba postales diciendo que en ese país se reconocía su talento y relataba con detalle lo maravillosamente bien que le iba.

Cuando al fin lo deportaron, recientemente había recibido un telegrama en que se le anunciaba la muerte de su padre. Después vendrían el reconocimiento a la viuda por la obra de su esposo y, como hijo de ese hombre institución, "... digno sucesor de esa familia que tanto ha dado a nuestra ciudad..." el nuevo presidente municipal, entonces compadre de la viuda, decidió no abandonarlos y ordenó:

-Como no sabe hacer nada, denle la oficina de cultura.

Desde entonces se dedicó a hacer cultura, como constaba en los escasos artículos periodísticos con los que colaboraba en La moneda, un semanario de aparición más o menos mensual, como todos los de la entidad.

Y justo cuando empezaba a ensayar la descripción de su primera oficina ante los abrumados oídos de sus ayudantes, el teléfono lo devolvió al presente. - ¿Cómo está mi ahijada, compa Mauricio? Del otro lado le llegaría la queja de siempre: -Pus otra vez panzona, compadrito... La conferencia duró demasiado y su compadre no se dejaba consolar, así que recurrió a su técnica favorita para interrumpir una llamada indeseable.

El compa Mauricio pronto se enteró que el gobernador en persona lo andaba buscando por el teléfono rojo y que tenía que ir a verlo para un acuerdo especial, así que colgó aún apesadumbrado.

Sorprendido de que ya casi fueran las doce del día, se levantó en tromba recomendando a su aburrida secretaria que si alguien llamaba buscándolo, dijera que había salido a Palacio de Gobierno. Dificultosamente subía y bajaba escaleras, pero ello no le impedía salir anunciando: -Voy por mi taquito.

Salía del edificio que albergaba su oficina además de la de deportes y la oficialía número 1 del registro civil, atravesaba la avenida Morelos y se entretenía en los puestos de tacos acorazados que están a la vuelta del viejo Centro Cultural Universitario en la empedrada 20 de noviembre y era regresar feliz con un par de refrescos, su diario Noticiero deportivo y un rebosante plato cubierto por una servilleta.

Como los hombres que ya no encuentran los días realmente cortos, como los que no ven motivo de prisas en la carátula de un reloj, al grito de "nunca es tarde, siempre hay tiempo", disfrutó los de milanesa igual que los de picadillo y éstos, tanto como los de hígado encebollado y los de chile relleno. Sudó con calma las rajas de jalapeños en vinagre, limpió con concienzuda lentitud el plato rojo de plástico y vació sus envases reposado, quieto.

Después leyó entre placenteros eructos el TVGuía y comenzó a consultar las tablas del futbol para llenar sus pronósticos; al fin ya casi eran las dos y se iría a casa a descansar de la oficina. En el camino depositaría sus dos o tres quinielas esperando esta vez haber hallado la combinación ganadora que podría llevarlo -ahora sí- lejos de la pobreza y los muchos trabajos que pasaba.

Crónicas de la ciudad TlahuicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora