I
MI, SI, SOL, RE, LA, MI. Tensa las cuerdas. Cada cuatro o cinco canciones tiene que hacerlo. Mueve las clavijas con la destreza heredada a cien años de trovadores, corridistas y juglares revolucionarios, obsesivos peleadores de la tierra trabajada con las propias manos, la tierra que luego ya no trabajaron porque la mayoría se fueron muriendo mientras peleaban en la bola.
Tensa las cuerdas como aprendió a hacerlo de su padre cuando se embriagaba con los otros jornaleros por las noches, luego de la zafra en Zacatepec. Las clavijas lloran como lo han hecho las voces. Los accidentales asistentes a cada uno de sus conciertos nómadas casi nunca se dan cuenta de lo que ese rechinido significa.
Su música tiene alma, lo sabe. Más de una vez ha descubierto alguna lágrima en un par de ojos morenos después de sus canciones. Aunque a veces también se pregunta si será por su ropa sucia, vieja y arrugada, por su guitarra, ajada por el tiempo, de opaca resonancia y confundidas cuerdas de acero y nylon.
Casi siempre concluye que no lloran por él ni por su encorvada espalda, ha de ser por las heridas que carga cada cual, lo mismo los hombres hechos, aunque no siempre derechos, que las adolescentes, enloquecidas por la edad.
Otras ocasiones descubre la simpatía en los labios que le regalan más de una sonrisa, son labios que a veces viajan a una oficina, a mostradores o de regreso a una casa, labios que sonríen ante él. Entonces Don Guillermo a veces piensa en lo que haría si tuviera algunos, más bien muchos, años menos. Y claro, muchos centavitos más.
Muchos lo llaman Don Nadie. A Don Guillermo no le quitan el sueño sin embargo, pues los mira ir y venir a diario de sus trabajos a sus casas y de éstas a la cantina. Los ve descontentos siempre, siempre iracundos, inconformes siempre, prisioneros, invariablemente, de las mismas quejas contra sus hijos, contra el gobierno, contra sus jefes. En cambio él, Don Nadie, es feliz cantando.
Todo lo que quiso en la vida fue cantar, como los artistas de la radio y la televisión y ahora sigue cantando.
Mi, si, sol, re, la, mi. Tensa las cuerdas. Cada dos o tres viajes tiene que hacerlo. Como ahora que El Pepsilindro lo levanta atrás del centenario Palacio de Cortés. El Pepsilindro es amigo suyo, como El Chilinsky, El Burriciego y El Aristogato. Cada uno trabaja en una ruta diferente. Conoce a más, pero se le olvidan sus nombres. Todos lo dejan cantar cada día y lo saludan tras el volante cuando él no anda trabajando.
Es cierto que la gente no le aplaude, pero él sabe que esa gente sí lo quiere. Hace unos días, una chica le acarició la mano ya cerca de Temixco mientras le daba una moneda de a cincuenta pesos con su borrosa efigie de Juárez luego que el cantó La mentira.
Cuando se hace noche siempre espera a El Godzilla en la parada que está frente al Jardín Borda para que lo lleve a casa. Se baja de la Ruta 8 muy cerca de la Prepa 2 y camina hasta bien cerquita de la barranca, donde está su cuartito y casi siempre se duerme luego porque, dice, los viejos no necesitan cenar nada.
II
Cuando era niño sobrevivía de muchas formas: cargaba mandados en el mercado o vendía gorditas dulces de maíz con su tía fuera de la catedral, en la puerta de la calle Hidalgo, donde contemplaba a las madres y sus hijos camino diario de la escuela, a la primaria Benito Juárez, ubicada media cuadra abajo, algo que nunca pudo hacer.
Alguna vez le ofrecieron que entrara a trabajar de bolero, pero le parecía denigrante estar como hincado todo el día limpiándole los zapatos a los licenciaditos del Palacio de Gobierno.
Guillermo quería ser cantante.
Así que, armado con un pequeño requinto porque no se aguantaba una guitarra grande, comenzó a cantar en los cafés del zócalo de Cuernavaca y su mayor atractivo, más que cantar, era que sabía correr entre las mesas esquivando a los meseros empeñados en correrlo.
Cuando las persecuciones se iniciaban, los comensales le ofrecían monedas a fin de que llegara hasta ellos a pesar de los amenazantes camareros, a quienes burlaba con graciosos quiebres en su carrera y saltos que arrancaban aplausos, risas y por supuesto, amenazas. Todo ello, sin dejar de cantar.
Un día alguien llamó a la patrulla y un policía lo persiguió con gran habilidad por toda la calle de Guerrero. La carrera fue larga y ambos brincaban mendigos, esquivaban puestos, personas y vendedores ambulantes. En un escalón de los que abundan en los arcos de la céntrica calle, tiró el requinto y se partió además de detener un instante al policía, lo que bastó para perderse en el gentío de la calle Degollado.
Entonces abandonó los cafés y empezó a cantar en los camiones. Luego vino el tiempo malo, cuando los autobuses urbanos fueron desapareciendo y fueron sustituidos por vagonetas, autos y toda clase de vehículos pequeños que hacían las veces de taxis colectivos en los cuales era imposible cantar.
Luego trabajó en las bases como despachador, como checador pero al final, a disgusto con ser semejante cosa, volvió a cantar con la introducción de los microbuses y la limitada reaparición de los autobuses.
III
Mi, si, sol, re, la, mi. Tensa las cuerdas. Cada uno o dos recuerdos tiene que volver a hacerlo. - ¿Ya terminó, Don Memo? El Oaxaco, con sus ocho años y sus púas mugrosas, lo mira con respeto y espera su permiso para vender. El viejo asiente y baja por la puerta trasera mientras escucha al niño ofrecer su regalo pa'l niño pa'la niña, dos chocolates por sólo cien pesos...
Baja de la ruta en Chipitlán, cerca del Panteón de la Paz. Camina fatigado. Se sienta en un quicio para descansar sus pies que le duelen, de las sienes pulsantes.
Tensa las cuerdas.
Mi, si, sol, re, la, mi. Cierra los ojos para escuchar mejor los tonos. Las clavijas rechinan tanto como sus huesos, piensa. - Tenga señor. Abre los ojos y extiende una mano instintiva. Un par de monedas de a cien, dos Venustianos Carranza de color cobre lo miran con sus gafas pequeñas y sus barbas enormes. La mujer se aleja a toda prisa.
Como si le hubieran golpeado, Don Memo deja salir las lágrimas indignadas y tristes, se desangra de sal cuando la nariz se le afloja.
-Ya estoy muy viejo p'andar en el trote. Se dice.
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Crónicas de la ciudad Tlahuica
General FictionCada ciudad tiene personas que la definen. La ciudad Tlahuica es ejemplo de ello. En este libro, Juan Pablo Picazo mezcla la fuerza de su experiencia como reportero y observador de la realidad, con su talento narrativo y nos entrega una colección de...