Él , ante la soledad

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QUIZÁ NO te lo dirían nunca. Quizá por falta de respuestas tus palabras fueran siempre una especie de provocación constante. Ellos decían entre sí que eras extraño, insistían en ello siempre y tú ni siquiera te dabas cuenta.

Lo peor es que nunca te entendieron. Es más, tu conducta natural siempre desataba en ellos resultados contrarios a tus deseos naturales y eso siempre te resultó inexplicable, aunque para ellos el inexplicable siempre fuiste tú. Siempre te creyeron autocensurado, reprimido por ti mismo, pero tú sabías que eso no era cierto, que sólo se trataba de tu timidez, del temor que tenías a ser ridiculizado.

Nunca fuiste como ellos.

Tu problema fue ser distinto, en cierta forma les gustabas, pero tus palabras, tus escritos y tu forma de mirar despertaba en ellos una sensibilidad que los asustaba, por eso se reían en lugar de llorar, jugaban en vez de conversar y te abandonaban con la palabra en la boca cuando en realidad hubiesen querido escucharte hasta el final. Pero los hacías crecer y eso les daba miedo.

Y a ti que te dolía no ser aceptado, que te dolía no ser como ellos. Aunque tu defensa nada tenía de brillante, pues preferías cerrar los ojos antes que enfrentarlos y hacerlos que se conocieran a sí mismos para que entonces abrieran los suyos y se dieran cuenta que te amaban.

Y lo que más te dolía, lo que incluso te dolía hasta en el nombre, era la leyenda sobre ese llanto prenatal que te anunció, el haber sobrevivido a un nacimiento atípico, a los asesinos fórceps que cegaron y segaron uno de tus ojos, al miedo que tuvo la adivina de leer tu mano porque la encontró surcada de arrugas sobre arrugas, líneas sobre líneas y casi te corrió de su maloliente guarida pidiéndote por favor que te marcharas llamándote una y otra vez alma vieja y suplicándote no volvieras porque nada tenía qué enseñarte y porque no quería mirarse en el profundo espejo de tus ojos, de tu ojo ciego.

Y eras hijo fiel de tus dos madres, Doña Ale y Doña Luz. Hijo que despertaba sensaciones ambiguas en tu padre peregrino, ausente, amenazante. Hijo de quién sabe cuántas leyendas aprendidas por tu tía abuela Reyna en voz de sus antepasados, quienes afirmaban que si un niño lloraba antes de nacer, entonces en camino estaba un grande que grandes cosas había de hacer y que fue la primera que te llamó alma vieja, aunque ella lo hizo con cariño y no con miedo y así explicaba a todos tu carácter casi siempre taciturno a pesar de no ser más que un pequeño en edad escolar.

Y así también se explicaban que bebieras documentales, libros, dibujaras escenas del mar profundo, tesoros enterrados, y claro, las consabidas escenas de la montaña o el espacio, a donde hubieras querido poder ir para esconderte cada vez que alguien te hacía un cumplido, cada vez que alguien trataba de avergonzar a Ricardo, tu hermano menor comparándolos a ambos, cada vez que alguien volvía a decir, como siempre, que eras muy serio y de mirada muy inteligente y que con toda seguridad llegarías a ser un gran hombre, grande entre los grandes, cuando ciertamente, te sentías de lo peor por no ser el alumno más brillante de la clase -aunque no el peor- y te sentías menos cargando tu ojo ciego, tus pulmones frágiles, enfermos a la menor provocación, los inexplicables despertares de terror e incertidumbre al descubrir tus sábanas mojadas, tu cara fea, tu imposible integración a los juegos de todos los niños en la escuela.

Eras casi una mentira.

Y cuando mayor, adolescente de múltiples búsquedas y asombros, descubrirte poeta. Saberte respetado de todos, entendido por pocos, cercano casi a nadie. Y siempre ella, una ella distinta cada vez, en su desdén de no reconocer en ti al corazón que su corazón está necesitando. La mano que su cuerpo acaso ha estado reclamando, ella en la comunión desnuda de sus manos enlazándose a las de un él que no eras tú.

Eras el Caballero Derrotado.

Incluso con la voz de Joan Manuel Serrat y las palabras de León Felipe, te diste a la tarea de maldecir irracional y fúrico, la pluma de Cervantes por haber inventado esa figura, esa triste figura, vale decir. Y gritabas a solas y a voz en cuello ¿Cuántas veces Don Quijote, por esa misma llanura, en horas de desaliento...? Y claro, nadie te respondía. Seguías sin respuestas.

Y nadie iba a decírtelo. Tú debías adivinarlo y lo hiciste. Ni siquiera fuiste capaz de cobijarte en la tibieza de un suicidio lento. Aunque a punto estuviste de ver el sol de medianoche. Resultó más tonto que todos se dieran cuenta y que tú, habitante de ti mismo jamás hubieras visto quién eras y cuál era el suelo que pisabas. Así que te confeccionaste miles de armaduras para defenderte y terminaste por ocultarte entre un tristísimo arpegio de sol y un desesperado acorde en fa sostenido.

Pero todavía crees, aunque seas casi una mentira.


Crónicas de la ciudad TlahuicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora