ADOLFO López Mateos, se llama.
El Güero va ahí a diario y ya ni el nombre le ve. A diario también se repite con necedad que odia ir al mercado de Cuernavaca para comprar clavos, pegamento, suelas y todo lo demás que necesita para ejercer su oficio.
Por lo demás odia ir porque siempre termina peleando con Don Cuco por el precio de cada cosa. Cada vez comienzan regateando y terminan hablándose golpeado con esa voz de generaciones antiguas que han hecho lo mismo años y años cada cual desde su puesto: uno dentro, el otro por fuera del mostrador. Así peleaban sus padres, sus abuelos y muchos otros antes que ellos, de quienes heredaron sus quehaceres.
Después ya no resiste la tentación y termina en la huarachería de Felipe, va a ver cómo sigue de su reuma y de paso saluda a Yolloxóchitl, la hija que lo cuida. - Házle como yo, Güerito, vente a trabajar aquí, no necesitas andar de pata de perro en las calles. Ya le parece oír de nuevo la cantaleta de Felipe, piensa que eso de la reuma se llama más bien pereza o miedo o lo que sea menos enfermedad. Enfermo que come y mea... recuerda las palabras de su abuela y se sonríe.
Al final del pasillo está Felipe, diestro como siempre, sacando tiras del cuero para sus huaraches. Le parece gordo como nunca y palpa su propio abdomen: plano y enjuto como desde los quinces años, cuando empezó a recorrer las calles con su propio cajón y su propia herramienta para ganarse sus propios centavos. Felipe levanta los ojos, escondidos tras las vitrinas que él tampoco tiene que usar y lo saluda:
- Güerito, pásale. ¡Yollo! ¡Traite una silla pa'que se siente tu padrino!
El Güero no dice nada, lo deja hacer, saluda a su ahijada y la bendice, se sienta mientras toma el vaso de agua de jamaica que le tiende, acomedida como siempre.
- ¿Y cuándo te pones aquí tu changarro, Güerito? ¿Ya lo pensastes?
El Güero da un largo trago a su vaso y deja la incómoda pregunta en el aire. Esta vez Felipe empezó por lo peor que siempre tienen en sus pláticas, y si no piensa pronto en algo para contestarle...
- Ya no son tiempos pa'ndar en la calle, compadrito. ¿Ya supo que hace como una semana, al Roque lo mataron unos pandilleros, que le quitaron su cajón y lo tasajearon con su propia herramienta?
- No sabía. -Confiesa avergonzado el Güero. Una semana y no supo. Ahora él es el único zapatero ambulante en Cuernavaca.
Felipe prosigue con los detalles y con la descripción de las fotos que publicaron los periódicos pero él se desconecta. La sangre no le gusta, menos la de sus amigos. Respira hondo para deshacer el nudo que trae en la garganta. Oye a Felipe diciendo:
- ... y tú todavía tas bueno, no habías de ser tan dejado, ya ves ya quedamos bien poquitos del oficio y...
- ¡Ya a estas alturas nomás quedo yo qué! -Regaña El Güero- Ustedes ya se escondieron en sus puestos y en el mercado. Yo sí soy zapatero...
Y Felipe lo deja hablando solo, sale con rapidez a negociar con turistas. El Güero se mira a sí mismo gordo y envejecido, apalabrando las compras con gringos, convenciendo amas de casa, tratando de competir con los grandes vendedores de zapatos. Los ojos se le atoran en la sábila que se aferra a la vida hundiendo las raíces en la pared, en la bolsa de agua colgada en la antepuerta, en la corona de ajos, en el cerro de zapatos sin terminar. Se pone de pie.
Los turistas se han marchado y Felipe dialoga con un hombre de lentes oscuros, gafete y tabla sujetapapeles:
-... hasta creen que va a haber aumento del derecho de piso, yo que sé, si aquí en el mercado cabían como quinientos pa' que dejan vender a cinco mil almas. ¡Ah, porqué! Yo no puedo darle mi gafete, ya hice mi trámite y...
El Güero ya lo ha visto pelear otras veces con los del Grupo Unido, los del Emiliano Zapata, los de la Unión de Comerciantes.
-Todos son rateros, -le ha dicho Felipe- pero los de esta Unión aunque te sacan la lana, a veces te ayudan con tal que sirvas pa' borrego cuando hace falta. No, él no está para esas cosas. Se calza el sombrero, devuelve el vaso a su ahijada y se despide. Felipe apenas le contesta.
Sale a paso veloz esquivando los ahí va el golpe jefecita, ahí va el golpe, trota sin escuchar ya los lleve su zanahoria, marchantita, se mueve sin mirar a quienes gritan pruebe el aguacatito, seño hasta alcanzar la puerta donde en medio de veladoras languidece la virgen sucia del mercado. Casi corre por los andenes escapando de convertirse en animal doméstico.
Cuando llega a la calle de Salazar y de ahí a la de Francisco Leyva, respira feliz. Piensa en sus hijos: una secretaria, un albañil que estudia para arquitecto. Nadie que tome por herencia el cajón, la herramienta y la sillita. Suspira comiéndose las lágrimas. Junta el aire de su entorno como si fuera el último y grita feroz, desesperado:
- ¡Zaapateeeeroooooo! ¡Aalgo que componeeerrrrr!
A su conjuro, una chica aparece calle abajo con un par de zapatillas en la mano.
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Crónicas de la ciudad Tlahuica
Ficción GeneralCada ciudad tiene personas que la definen. La ciudad Tlahuica es ejemplo de ello. En este libro, Juan Pablo Picazo mezcla la fuerza de su experiencia como reportero y observador de la realidad, con su talento narrativo y nos entrega una colección de...