HACE frío y, sin embargo, ninguno prefirió quedarse en casa. Todos los puestos del zócalo están ahí. El viejo Jacinto se aburre esperando a los clientes y piensa que ojalá no tuvieran que helarse tanto para poder vivir. Después de todo, de lo que se vende el domingo se come en la semana, porque lo que se gana en la semana apenas alcanza para comprar lo de la venta del domingo.
Observa a su Adela que, con su gripa y sus dos suéteres puestos, se frota las manos junto al anafre mientras anima a los paseantes a comprar tamales. La observa con cariño y se duele de que esté enferma, toda la semana ha padecido de unos estornudos tan fuertes, que hasta los oídos le dolían. Es más, el hizo los tamales esta vez. Sonríe y bromea con su ojerosa Adela:
De hoy en adelante los hago yo, viejita. ¡Mira cómo se venden mis tamales!
-Si viejo, también me gustan tus trapeados y tus barridos ¿por qué no también haces el quehacer todos los días?
Ríen juntos. Adela empieza otra vez con los estornudos. Atiende a los clientes que llegan mientras ella se recupera. Tienen la cabeza cubierta de canas, los lentes les adornan los rostros y desde que el último hijo se les fue hace ocho años, ellos se mantienen de los tamales que ella prepara y del trabajo de él en una oficina rural.
Sus tamales son una leyenda en el pueblo y en otros tantos de por ahí cerca. Don Jacinto despacha con la destreza de los muchos años en el oficio, verlo es casi un espectáculo. Él, distribuidor exclusivo de los Tamales Adelita, viajó muchos años por toda la región oriente. Desde Cuautla hasta Axochiapan, iba y venía por Jonacatepec, Tepalcingo y Jantetelco. Iban en la camioneta y hasta con dos carritos de tres ruedas.
Sonríe y cobra. Da el cambio y atiende al siguiente. Jacinto recuerda cuando Panchito se les enfermó siendo chamaco y tuvieron que venderle las tierritas a Don Anselmo, el adinerado del pueblo, quien de regalo los dejó seguir viviendo en su casa y, ya sin tierras qué sembrar, Adela empezó con los tamales que él salía a vender a las calles cercanas, como hacen ahora.
- Nuestros tamales siempre fueron un éxito. Piensa en voz alta e involucra a los presentes en sus recuerdos. Adela, tras ellos, estornuda seis, siete veces seguidas y suena su nariz. Rita, la hija de Doña Magdalena, le pregunta si ya fue al médico. -Si, ya fue. Contesta él al ver que Adela vuelve a sus muchos estornudos. Le explica que la medicina no le sirvió y que ahora se está curando con yerbas.
- Fueron siempre un éxito -insiste ante su nueva clientela- tan es así, que a veces me tenía que regresar por más luego, lueguito porque no llegaba ni al barrio de La Santísima, cuando ya se me habían terminado.
Ya sin hablar recuerda un tiempo en que los tamales dieron alimento y estudio a Juanita, Jacinto chico, Panchito, Gudelia y María. Ahora todos están casados y muy lejos. Menos Panchito. él nunca había pensado en irse, tenía una novia en Tenextepango y quería casarse con ella. Jacinto se acuerda también de que él era su compañero de ventas, juntos iban y venían en la camioneta por todo el oriente. Hasta que lo mataron en Coahuixtla unos judiciales.
Después de tantos años lo sigue llorando. Esa noche los judiciales empezaron a disparar a tontas y a locas y Pancho se asustó, aceleró y además de chocar despedazando la camioneta, ellos lo remataron dizque porque era peligroso.
Adela está ahora recostada en una jardinera mientras él atiende a los pocos clientes que tienen. Faltan muchos tamales por venderse y ya casi no hay gente en el zócalo. No importa. No faltará quien venga más tarde. Don Jacinto se anima y mira a su Adela, la ve pálida. El viejo la observa cansada y marchita, enferma. Nota que su espalda comienza a encorvarse y ya le faltan algunos dientes.
-Pero con todo y todo, mi Adela todavía es muy bonita.
Lo llama. Su voz suena muy ronca:
-Me siento mal, Jacinto. Tengo mucho frío. Tengo calentura, creo. Traigo mi tecito pero ya se enfrió. Ponlo a'i juntito al anafre pa' que se caliente ¿si?
-Si viejita, te dejo el puesto tantito, voy a conseguirte un alcoholito con Don Poncho pa' que agarres calor.
Don Jacinto se marcha, de lejos la oye estornudar y a cada vez le contesta "Jesús", como si ella pudiera oírlo. Pide fiado el jarrito y regresa atravesando la plaza. Ella despacha a José y Rosa, los recién casados del pueblo que decidieron cenar tamales.
Don Jacinto rompe el sello del jarrito de barro y vierte casi todo el líquido en la jarra del té. Ella lo aprueba y tras beberse tres pocillos de peltre, vuelve a acostarse en la jardinera. Atrás de ella pasan las ratas del zócalo. Nadie les presta atención.
Don Jacinto la escucha. En su respiración sabe si está jugando, si duerme o de plano sólo lo intenta. Ahora la oye por completo dormida. En la esquina opuesta se detiene un camión del que bajan en tropel los turistas que van rumbo a Puebla, apartan los dos de rojo, o los cinco de dulce para los niños o... Don Jacinto empieza a sentir la presión, voltea para pedirle ayuda a su mujer, pero duerme profundamente y ni siquiera se mueve. -Está mejor que descanse, total. A la pobrecita siempre le toca soba.
Sigue atendiendo a los muchos y repentinos clientes, algunos ya van, tamal en mano, a la tiendita de Don Poncho por el refresco o el atole. Algunos comienzan a escapársele a los tacos de Cosme diciendo que es muy lento, que es un viejito carcamán. Ahora si, ni modo. Se voltea a llamarla:
- Ade, viejita chula, échame una manita.
Ella apenas se revuelve en su catre de cemento. Él la disculpa explicando lo enferma que está, lo cansada que se encuentra de tanto ajetreo. Pide paciencia y atiende. Cobra y pregunta. Sonríe y contesta. Al fin se marcha la turba y en la enorme vaporera sólo hay seis tamales. Decide que es hora de irse. Levantará el puesto y sólo hasta el final la llamará.
Termina y la llama. Le grita, le suplica: -¡Ade! ¡Adelita! ¿qué tienes viejita santa?
Del otro lado, Don Poncho lo oye y despacha a un niño para que corra a traer una ambulancia. Adela entreabre los ojos. Se dobla de dolor, vomita y llora a media voz.
-¡Jacinto me duele la cabeza!
El vómito la interrumpe de nuevo. Don Jacinto trata de levantarla pero se le resbala en las manos. Ella solloza aferrada a su camisa, le dice que no ve nada, que está mareada, que... Cosme llega y la levanta del piso, se la lleva cargando rumbo al centro de salud y Don Jacinto corre tras él, llorando espantado.
Cinco cuadras arriba, una ambulancia ya viene a encontrarlos con la torreta encendida y la sirena aullando, corre veloz y en sentido contrario. Ayudan a Cosme y se los llevan.
En urgencias interrogan a Don Jacinto, él ya no sabe si llorar, contestar o seguir escondido detrás de Cosme, rezando. Contesta si, si, si, si, no, no, no, si, no, si. No. No sabe para qué son las preguntas, ella nomás tiene una gripita. Tomaba las medicinas y estaba tomándose un té.
Amanece. Doctores entran y salen. Le preguntan si viene solo, quieren saber en dónde viven sus hijos. Él piensa en Jacinto chico, que trabaja en un carwash de Los Ángeles. En María, que vive en la celle de Moneda en México. Gudelia y Juanita ya ni siquiera le escriben. No, no sabe dónde están sus hijos, no tiene idea de cómo encontrarlos.
El doctor lo abraza con una mano, con la otra juguetea unas llaves en el bolsillo de su bata. Le habla de Dios, de sus inexplicables decisiones, de la fortaleza, de la gente buena que se va al cielo. ¿Intoxicada? Apenas hace una hora que dejó de llorar y ya lo está haciendo de nuevo.
Dicen que el alcohol está envenenado, que no es culpa suya, tampoco de Don Poncho, que él nomás lo vende. Que están investigando. Que van a venir unas gentes del DIF muy buenas a verlo.
-Mire, Don Jacinto, el señor es policía...
-¿Me van a meter a la cárcel?
Y piensa que ha sido un mal hombre toda su vida, que mató a su Adela, a su Pancho, que a lo mejor el corrió a todos sus hijos sin darse cuenta y por eso ya nadie lo quiere, que... no, no lo van a meter a la cárcel, que van a tratar de encontrar a sus hijos para que lo ayuden.
A él ya no le importa lo que sigue. Está solo y las lágrimas no le dejan ver nada.
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Crónicas de la ciudad Tlahuica
General FictionCada ciudad tiene personas que la definen. La ciudad Tlahuica es ejemplo de ello. En este libro, Juan Pablo Picazo mezcla la fuerza de su experiencia como reportero y observador de la realidad, con su talento narrativo y nos entrega una colección de...