El Señor de los gatos

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Para Don José de Picazo y Almanza

DON JOSÉ está sentado. En su silla para niños se le mira, como casi siempre, con la misma navaja que le ha pertenecido desde la adolescencia, corta cuidadosamente las hojas del periódico en octavos, juzga que ése es su tamaño ideal para colgarse en el gancho del baño. Aborrece el gasto inútil que las familias hacen en papeles suaves, de todos modos para lo que sirve. En momentos se detiene para leer una noticia vieja o se distrae de su faena para mirar a cualquiera de los muchos gatos echados a su alrededor; al gris con ojos de colores distintos, al atigrado que se baña perezosamente a su derecha, al blanco de manchas negras con la oreja mordida.

Su pelo es gris y su nariz aguileña. Aunque su piel es blanca y los ojos son claros, semeja a uno de eso hombres que se observan en los códices prehispánicos, como todas las tardes desde hace unos meses, sus nietos lo observan esperando que él hable. Don José sabe lo grande que es delante de ellos y les cuenta sus historias. Pontifica, gracias a él, los chiquillos saben quién es la llorona, esa fantasmal mujer que se pasea siguiendo el curso de la barranca cercana lamentando con angustiada y potente voz la pérdida irreparable de sus hijos.

Ahora modera sus historias ante los reclamos de su madre, porque a veces sueñan pesadillas. Sonríe. Hoy les contará cómo en la barranca no sólo viven los cavernarios, ratas y pepenadores, sino también los tlacuaches, las cuijas, los malos aires y hasta los chaneques, a quienes les gusta esconder las cosas de la gente y llevarse a vivir en sus cuevas a todos los niños malvados.

Sigue cortando sus octavos de papel periódico mientras observa más que complacido el desfile de ojos redondos como platos que tiene ante sí. De cuando en cuando bebe un trago de su anís El mico, que tiene a un lado. Se detiene a pensar si aquello es un mal ejemplo o qué, mira a los atentos niños y les informa con aire severo:

- El diablo vive en todas las botellas, cuando la gente toma mucho se les mete adentro.

El anís ya lo dejó picado. Los niños se disputan la botella semivacía para meter los ojos en el transparente líquido con la esperanza de observar algún diminuto diablito rojo nadando ahí a sus anchas, pero sólo observan al mundo danzar de cabeza más allá del cristal y se preguntan si el abuelo se lo habrá tomado ya, porque tiene los ojos brillantes y una sonrisa apenas dibujada en el rostro.

Pero Don José se siente triste. Su sonrisa es más bien una mueca de dolor. Está como fatigado de lo extraña que la vida se comporta con él. Con él que le entró a la Revolución, que vistió de blanco y llevó cananas. Así que irá a la vinatería de su compadre, se meterá el diablo adentro y charlarán sobre política, sobre la carestía, sobre lo que sea con tal de olvidar que su mujer se ha afiliado a una religión extraña en la que dicen que ella es especial porque enloquece y empieza a gritar sinrazones con supuestos idiomas antiguos y dice que puede ver el fin del mundo en un vaso de agua. Despotricará contra quien sea con tal de olvidar que los hijos le salieron abandonadores de hijos y mujeres, que sus nietos pueden estar en cualquier calle pidiendo limosna.

Además tiene derecho a salir, ya cumplió con sus deberes, en el baño ya hay papel nuevo para lo que haga falta, ya alimentó a casi todos los gatos de la colonia Carolina, a los que desde temprano les compraba todas las tripas de pollo posibles, se las lavaba y se las servía en el inmenso patio de la vecindad, a la sombra del ciruelo y del guayabo.

Descuelga su reloj de la pared, le da cuerda y se lo pone, toma su sombrero y guarda sus lentes en el estuche que cuelga de su cinturón. Se ha bañado y de su baúl añoso ha tomado nueva camiseta, nuevo calzoncillo y nuevo pañuelo. Está listo.

Don José se encamina hacia la vinatería de su compadre. Saluda a los vecinos mientras piensa en lo obedientes que son sus gatos, en la extraña cofradía que existe entre su mujer y sus hijos, quienes no atienden consejo. Mejor sus nietos le tienen más fe y le creen todo. Hasta papá lo llaman. Será mejor que se trague al diablo porque no sabe qué se puede hacer con una vida como la suya, con esa mujer que vive pegada al rincón de las veladoras, el mismo donde alguna vez estuvieron la virgen y los santos que después fueron a parar al calentador.

Ya con varios diablos adentro, habla de Zapata, de Hitler, del peso, de los metiches gringos y su política imperialista, de las olimpiadas, de su mujer, de su hija, ese cuervo que le acecha para sacarle los ojos, que se llama Trinidad y miente a sus amigos diciendo llamarse Ischelt, habla que trabaja como velador a pesar de estar jubilado, para no estar en su casa, habla de Dios, de su voluntad, de la fatiga y también de la muerte.

Luego ya no sabe quién es. No recuerda cuándo fue que se hizo de noche. No entiende qué hace tirado en plena calle Centenario a escasos metros del acceso a su vecindad y mucho menos comprende porqué su afrancesada hija lo desconoce, no le habla al pasar, no le ayuda a levantarse y lo abandona sin siquiera mirarlo.

Su mente comienza a aclararse a pesar de que el mundo se mueve en un temblor de alfombra mágica. No importa, Don José sabe ahora que no tardarán en mandar a sus nietos para levantarlo y llevarlo a su casa.


Crónicas de la ciudad TlahuicaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora